El reposo del guerrero
Durante las décadas del setenta y ochenta se desarrolló un sub-género de películas que en Estados Unidos se conoce como underdog stories: relatos acerca de personas que parecen condenadas por las circunstancias, que arrancan como punto, pero terminan siendo banca, a partir de su voluntad de (auto) superación. El realizador John G. Avildsen dirigió dos de las más relevantes: Rocky fue prácticamente la que inauguró esta vertiente, con su historia acerca de un boxeador que recupera su dignidad y termina enfrentándose exitosamente con el campeón mundial. La otra fue Karate kid, sobre un adolescente acosado y apaleado por un grupo de facinerosos, que encuentra la forma de defenderse y elevar su autoestima a partir del arte del karate. En cierta forma, no dejaban de ser, todos estos, filmes políticos, que remitían al proceso de euforia socio-económica de la era Reagan, donde se creía que cualquiera podía ascender hasta lo más alto. Obviamente, también se compenetraba con el sostén ideológico permanente del sueño americano, de la tierra de las oportunidades, que supo mantenerse a lo largo de toda la historia estadounidense.
Igual, el subgénero funciona básicamente porque este tipo de parábolas sobre la vida unida al deporte evocan la posibilidad y el deseo de todo individuo de trascender por sobre todas las dificultades. Al fin y al cabo, incluso en la vida real se encuentran muchos ejemplos: se puede pensar en la Argentina del Mundial de Fútbol 1986, en el Racing del 2001 o –por qué no- en el Huracán del 2009 dirigido por Ángel Cappa, que aún en la derrota fue triunfador.
La nueva versión de Karate kid viene con varias modificaciones a nivel narrativo. Para empezar, el protagonista ahora es negro. Además, la historia se traslada a China, donde viaja el protagonista con su madre, que fue trasladada en su trabajo. Esto lleva a la última modificación: ya no es karate el arte marcial aprendida, sino el kung fu. Esto no deja de ser trivial, ya que el kung fu es una disciplina menos rígida que el karate, mucho más proclive a incorporar a la práctica las distintas extremidades corporales y el contexto espacial.
Al igual que el material de origen, esta remake posee asimismo un contenido político particular: constituye una de las primeras incursiones de Hollywood en una China que está abrazando el capitalismo y tornándolo en su favor, convirtiéndose en una de las potencias económicas mundiales. La tierra de Mao se muestra, frente al mundo, orgullosa y poderosa. La nación que antes era uno de los exponentes máximos del temido socialismo se va convirtiendo, de a poco, en un espacio glamoroso, en una potencial estrella.
A la vez, el de Harold Zwart es nuevamente un filme basado en el carisma de sus actores. En la primera, el que se imponía mayormente en el imaginario de los espectadores era el maestro encarnado por Pat Morita (quien incluso recibió sendas nominaciones al Globo de Oro y al Oscar por su actuación). Aquí, sucede algo similar, ya que, por la traza del personaje, pero especialmente, por capacidad actoral, el que se lleva las palmas es el tutor que interpreta Jackie Chan. Los laureles seguramente se los llevará Jaden Smith (hijo de Will Smith, con quien ya había actuado en La búsqueda de la felicidad), quien ya es definitivamente una de las caras que atraerá multitudes. Pero el chico sigue definitivamente el modelo establecido por su padre y es, asimismo, un intérprete que siempre la quiere jugar de “negrito simpático”, aunque termina siendo muchas veces bastante insoportable. Jackie no, él es un relojito, un tipo que no necesita hacer morisquetas o tirar líneas ingeniosas a cada rato para caerle bien a la gente. Un par de gestos o miradas, las palabras y los silencios en el momento indicado, y listo. Como una especie de John Wayne oriental, es puro físico, pura humanidad. Ya no está con la misma elasticidad que antes, ya no puede realizar las mismas coreografías que en sus mejores momentos, la vejez lo alcanzó. Sin embargo, él la trocó en madurez, en sensibilidad y credibilidad.
Zwart es, eso sí, un artesano del montón. Por eso alterna buenas y malas: le brinda el marco adecuado a Chan, pero no se muestra capaz de encarrilar a Smith; alterna recorridos fluidos por las calles de Beijing con postales turísticas; se toma su tiempo para ir desarrollando la trama y sus protagonistas, pero sobre el final cierra todo de forma torpe y apresurada; le vierte espesor a los “buenos” y un tratamiento superficial a los villanos; compone varios planos casi plásticos, con un interesante juego con las luces, y otros donde la búsqueda de espectacularidad termina restando verosimilitud.
A pesar de todo, Karate kid da pelea, gracias a su premisa de carácter universal. Es el típico cuento de caída y recuperación, de redención de las miserias del pasado, de la toma de conciencia de que se pueden vencer todos los obstáculos. Tantas veces ha sido contado que, vaya paradoja, es casi imposible arruinarlo. Y con Jackie, ese luchador casi jubilado, pero aún activo, menos aún.