El comienzo de Kékszakállú puede llevar a pensar a un espectador apresurado que se está ante otra película de diseño, de esas que se arman pensando en el circuito internacional de premios y de festivales, pero a medida que pasan las escenas, el mundo de la ficción se vuelve cada vez más tangible y robusto, como si cobrara espesor con cada nueva escena retratada. El director filma momentos de la vida cotidiana de adolescentes y padres que veranean en Punta del Este para regresar después a Buenos Aires y recorrer casas, fábricas familiares y la Facultad de Arquitectura de la UBA. Gastón Solnicki consigue algo impensado: se abstiene de comentar el universo de su relato, algo infrecuente si se tiene en cuenta que se trata de personajes de clase alta a los que el cine suele caracterizar casi siempre con rasgos negativos. Al contrario, el director pareciera librarse de prejuicios respecto de su tema para interesarse por la trama material de los espacios que habitan sus criaturas, ya sea una lujosa casa de vacaciones o el depósito de una fábrica, hasta dar con un tono particular capaz de espiar en la intimidad y la evanescencia de las acciones. Los planos fijos y con luz natural, a cargo de Fernando Lockett y Diego Poleri, sumados a la estructura narrativa dispersa, con un relato que entra a situaciones ya comenzadas y sale de ellas antes de concluirlas y que privilegia el detalle por sobre cualquier cuadro de conjunto, producen un efecto singular: por un lado, la película observa y reconstruye la experiencia vital de una clase social que el cine suele abordar con la pereza del estereotipo y el resultado es fascinante, unas imágenes verdaderamente nuevas; por otro, esa experiencia aparece vuelta sobre sí misma, enrarecida, al punto de permitirle al director llevar la película por un camino que no es el de la intriga, sino uno más bien contemplativo; una forma de desplazarse por los espacios para mirar libremente, sin ceñirse a las exigencias de un relato, lo que aleja a Kékszakállú de cualquier posible lectura sociológica (algún conocedor de ópera sabrá cuánto se distancia la película de El castillo de Barbazul, de Béla Bartók, en la que se inspira libremente y de la que toma pasajes musicales). Con la distancia gélida que ya tenían los documentales Süden y Papirosen, Solnicki acompaña a sus nuevos personajes en sus intercambios cotidianos sugiriendo una trama, una historia en común, pero de la que en verdad no hay más que fragmentos desarreglados, esquirlas apenas de un todo que la película se niega a completar. No se trata, por otra parte, de invitar al espectador a jugar a la reconstrucción de lo que falta: el proyecto estético se va todo en esa serie de trozos desconectados que valen por sí mismos, más allá de la coherencia que pudiera proveerles una narración fuerte, como si la película fuera un rompecabezas que se arma quitando piezas, una máquina escópica que funciona de manera extractiva.