Los materiales del cine son el tiempo y el espacio; esas dos categorías fatigadas por siglos de filosofía también ordenan la todavía joven experiencia cinematográfica. En la enigmática Kékszakállú el espacio se evidencia de inmediato como una presencia omnipotente. Las figuras geométricas perfectas de cada encuadre se imponen desde el comienzo. El registro de los edificios, el mar, los cuerpos, las maquinarias de una fábrica, una universidad y sus aulas inmensas se disponen en el cuadro bajo una inusitada cualidad de ocupación. Las panorámicas y los planos generales fijos extienden hacia todos los vértices del cuadro el despliegue de los personajes y las cosas. Cada fotograma se legitima frente a la mirada; el placer óptico es indesmentible.
El tiempo se siente de otro modo. No es ni circular ni lineal. El relato se desentiende de progresar en una dirección; ni siquiera, al menos por 20 minutos, hay un personaje principal. Hasta que Laila, una joven de una familia privilegiada que no sabe qué hacer con su vida, empieza a ser el centro de gravedad del relato, han desfilado niños y jóvenes vacacionando en Punta del Este. Descansan, se alimentan, miran sus teléfonos, juegan a las cartas, disfrutan de la pileta y el mar. El ocio es aquí una flotación en el vacío.
¿Qué tiene que ver esto con la ópera de Béla Bartók a la que remite el título? Laila no es Judith, pero quizás descubra o intuya que el origen de las riquezas es controversial, del mismo modo que la heroína de la ópera encontraba tesoros cubiertos de sangre.
El movimiento del film es el siguiente: empieza en la naturaleza virgen de Uruguay, sigue en Buenos Aires y vuelve en el final al pulcro paraíso de la ciudad costera oriental. Se trata de producir un contraste y una colisión figurativa. En cierto momento, Solnicki introducirá en este universo de pudientes durmientes una dimensión material del trabajo desconocida por sus protagonistas. Los operarios de una fábrica son los que dan forma a la materia bruta que adquiere un valor exponencial y es la sustentación de las riquezas de los dueños de esas fábricas, los padres de los jóvenes protagonistas.
Poco tiene que ver todo esto con la tristeza de los niños ricos. El malestar de Laila es menos condescendiente y no se resuelve en el desorden emocional que también padece. Como en Papirosen, Solnicki filma la riqueza y a la minoría que la disfruta. Es un goce desconocido y mortífero, un exceso más parecido al pus que a la dicha materialista.