Súper psicosis
Una de las pocas citas no muy felices de Jean-Luc Godard, al menos si está fuera de contexto, es aquella que dice: “Lo único que se necesita para hacer una película es una chica y una pistola”.
Kick-Ass, la adaptación de la novela gráfica de Mark Millar y John Romita Jr., a cargo de Matthew Vaughn, es una lectura literal del concepto, aunque habría que adaptarla a nuestro tiempo: una niña y una bazuca.
Tras la muerte de su madre y cansado de ser blanco de patoteros, Dave Lizewski, más cerca del proletario Peter Parker que del aristocrático Bruno Díaz, sueña con ser un superhéroe, y sabe, “como los asesinos seriales”, que no alcanza con fantasear. Un traje verde, dos bates, un poco de entrenamiento, y ha nacido un superhéroe: Kick-Ass.
Así, en una lucha callejera, varios adolescentes serán testigos de una proeza del enmascarado. Al instante, su valentía se globaliza por la web, lo que tendrá consecuencias para el mundo del hampa. Además, un ex policía y su hija (de 11 años), devenidos en héroes vengadores, quizás unan fuerzas con Kick-Ass, pues planean desbaratar la red criminal que vincula a la policía con un villano.
Ideal para sociólogos de la cultura pop, Kick-Ass sirve tanto para visualizar las coordenadas ideológicas de una nación cuyos íconos literarios están representados por cómics como para intuir una sociedad proclive a la psicosis y a la democratización generacional de la violencia. ¿No es acaso un signo de fragmentación psíquica la doble identidad paradigmática del superhéroe?
La hipótesis se desliza al comienzo, cuando un joven encapuchado (armenio y sin poderes) salta de un rascacielos y la ley de gravedad detiene su delirio mesiánico. La voz en off del héroe en cuestión se pregunta: “¿Cómo puede ser que nadie haya intentado ser un superhéroe?”. Detrás de la retórica repiquetea la muda angustia adolescente.
Kick-Ass no es El protegido, hasta ahora el esfuerzo más lúcido para entender el subtexto “primitivo” del cómic, aunque sí sugiere que detrás de estos universos maniqueístas e infantilizados se puede divisar un conjunto de síntomas para ser descifrados.
El cómic, por otra parte, conoce aquí su total fusión con el imaginario en el que Quentin Tarantino es una deidad pop y un gurú indiscutido. Que una niña de 11 años, a imagen y semejanza de Uma Thurman en Kill Bill, decapite, acuchille, balee y pondere una pistola como si se tratara de un juguete de ingenio no es otra cosa que el triunfo ostensible de una estética que ya ha naturalizado la violencia como una forma de vida y un legítimo entretenimiento para todas las edades.