Si vieron las anteriores Kingsmen, donde hay unos señores muy británicos que son en realidad superagentes que luchan contra peligros sin cuento en todo el mundo sin perder el estilo, saben más o menos no la historia pero sí cuál es el tono de esta nueva entrega, en realidad una precuela que narra cómo se formó la agencia con nombres de la Mesa Redonda.
Otra vez el realizador Matthew Vaughn, dueño de un humor al mismo tiempo sardónico y tierno (lo había demostrado en la poco valorada pero bellísima X-Men: First Class) toma en cuenta que el género “superhéroes” -no de otra cosa hablamos en el fondo- es sobre todo caricatura, y que esa amplificación que provee el gran espectáculo genera un gran vehículo para las ideas.
Aquí estamos a finales de la era victoriana, con un montón de gente malísima (Rasputín entre ellos) con ganas de masacrar en una gran guerra a la Humanidad. Y por otro lado, Ralph Fiennes enfrentado a esta conjura que tiene mucho de pulp.
El resultado es fresco porque no solo los diálogos son inteligentes a la vez que satíricos, sino que las escenas de acción resultan pertinentes, no un mero juguete para pasar el rato. Es decir, la película -su realizador, en última instancia- confía en los espectadores para proveer a la diversión general. La reflexión sobre el heroísmo y sobre la maldad aparece, pues, sin subrayados, como debe ser en un buen cuento.
Mucho más de lo que nos suele proveer, con demasiada facilidad, el cine mainstream cotidiano.