Porque sí
Apenas se puede recomendar Kingsman: El círculo dorado (Kingsman: The Golden Circle, 2017) a los que les gusta el cine de acción ridículo y sobre-estilizado. La película va a encontrar su audiencia en los arduos fans de la original, si es que existe tal público, y aún entonces se van a tener que conformar con una versión considerablemente más vulgar y sinsentido. Aquella vulgaridad juvenil ostenta ser parte del atractivo de la película, la cual no mella para nada con sus intentos esquizofrénicos por también ponerse seria o sentimental.
La primera película es Kingsman: El Servicio Secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014), una parodia del espía británico galán cargada de tanta violencia y misoginia que hace que James Bond parezca un eunuco por comparación. Con la secuela se extrañan algunas de las cosas que la original había hecho bien - darle al protagonista un arco transformativo, por ejemplo, y permitir que guíe el curso de la historia en vez de dejarlo en modo reaccionario.
A saber: la acción es entretenida y se reparte en algunas secuencias creativas, como una persecución que termina en Hyde Park y el peor viaje en teleférico del mundo. El problema es que la acción no está atada a ninguna ley conocida de lo posible y carece de peso o consecuencia. Dos horas y veinte minutos es mucho para un atronador show de efectos especiales, y la trama - así como muchos de los personajes nuevos, que poseen entradas espectaculares y nada más - podría ser acortada cuarenta minutos sin gran pérdida.
La agencia de espías Kingsman es atacada al principio de la historia y los sobrevivientes - Eggsy (Taron Egerton) y Merlin (Mark Strong) - viajan a Kentucky a formar alianza con la agencia hermana Statesman. La película desperdicia gran parte de su potencial humorístico al plantear diferencias puramente cosméticas entre ellos: los Kingsman visten trajes formales, los Statesman visten de vaqueros; los Kingsman van armados con paraguas, los Statesman con lazos, etc. Comparten la misma tecnología de alta gama e ideológicamente son intercambiables.
El humor consiste en la repetitiva dislocación del tiempo y el espacio, como si los anacronismos fueran graciosos por sí mismos. Al menos hay cierta lógica paralela entre los Kingsman y los Stateman. Los villanos son un disparate aparte: liderados por la risueña Poppy (Julianne Moore), han sentado base sobre las ruinas de un templo en las junglas de Camboya y por ningún buen motivo han 1) erigido tiendas y diners inspirados en la cultura pop americana de los 50s, 2) construido mastines robóticos que parecen salidos de “Fahrenheit 451” y 3) capturado a Elton John para que toque para ellos las 24 horas del día. Nada de esto guarda correlación entre sí y ni siquiera empieza a explicar el plan de Poppy, que tiene demasiado tiempo libre en sus manos.
Las pocas cosas que sí son graciosas pronto dejan de serlo porque el director Matthew Vaughn insiste en contar (o mostrar) el mismo chiste varias veces. La trama está al nivel de las películas de La pistola desnuda (The Naked Gun: From the Files of Police Squad!, 1988) o Austin Powers (Austin Powers: International Man of Mystery, 1997), las cuales poseen escenas individuales que son más hilarantes que la totalidad de ambas Kingsman. Quizás si estos films se jugaran de pleno al absurdo y no rompieran la burbuja con exabruptos asquerosos, como pasar gente por trituradoras de carne y después comerse la hamburguesa (porque sí), o aquella escena en la que el héroe planta con la mano un transmisor en la vagina de la chica que tiene que cogerse (con permiso de su novia, en lo posible) para salvar al mundo. Pensar que en su momento Austin Powers fue tachada de vulgar.