Desde Londres con amor
Ni James Bond, ni Jack Bauer, ni Jason Bourne. Ellos son los Kingsman: miembros de una agencia de espionaje ultra secreta en Londres que se vale de una sastrería como pantalla de su verdadera misión: proteger al mundo de cualquier amenaza inminente. Pero antes de ser agentes, son caballeros regidos bajo el lema de “los modales hacen al hombre”. Por eso sus nombres en clave son, naturalmente, los de los Caballeros de la Mesa Redonda.
El británico que logró adaptar la brutalidad del comic en el que se basan los superhéroes más realistas del cine con Kick-Ass, y supo revivir la saga de los mutantes con X Men: Primera Generación, vuelve a basarse en un cómic de Mark Millar, esta vez sobre el mundo del espionaje. Por lo tanto, Kingsman: El servicio secreto es, antes que nada, la declaración de amor de Matthew Vaughn a las películas de James Bond de los años sesenta y setenta, y a la variedad de gadgets alocados que portaba el super agente clásico: desde propulsores submarinos, mochilas-cohete y transmisores hasta una pistola de oro conformada por una pluma, un mechero y una caja de cigarrillos. Los Kingsman poseen lapiceras venenosas que recuerdan a las utilizadas por Sean Connery para respirar debajo del agua en Operación Trueno y que luego reaparecerían en Otro día para morir. También utilizan lentes, pero no como los polarizados que le permitían a Roger Moore observar a sus enemigos a la distancia en Una vista para matar. Los de estos caballeros ingleses sirven para divisar los datos secretos de sus misiones, desplegados dentro de cuadros antiguos y también para realizar conferencias virtuales con agentes alrededor del mundo. Otro de los beneficios de ser un Kingsman es el acceso a un anillo que llevan en su dedo meñique, pero que en vez de sacar fotos como el de Roger Moore en Una vista para matar, sirve como picana para inmovilizar al enemigo. A este festín de chiches se le suma un encendedor-granada que viene a ser una actualización más sofisticada de la pasta de dientes explosiva que se detonaba a través de una caja de cigarrillos en Licencia para matar.
Como un cruce idílico entre James Bond y Mi bella dama del gran George Cuckor, Kingsman: El servicio secreto recrea la fórmula de las antiguas películas del espía creado por Ian Fleming con el amor y el compromiso correspondientes, pero también con la capacidad para no llevar a cabo esa tarea demasiado en serio. Por eso puede reírse de inverosimilitud de las tramas de James Bond cuando Valentine -el villano interpretado por Samuel L. Jackson- le dice a Galahad, el refinado agente que hace Colin Firth: “Ahora viene la parte en la que encuentro una manera retorcida de torturarte y vos una más retorcida de escaparte”. Pero esta no es ese tipo de películas. Si bien el hombre de la inteligencia británica y el villano son fanáticos del cine de espionaje y disfrutan de ese juego de roles en el que saben cuál será el próximo paso del otro, también desean eludir lo predecible; Kingsman: El servicio secreto es de esas películas que sorprenden cuando uno menos se lo espera, esas que saben moverse dentro del molde pero que también entienden cuándo salirse de él. “Las películas de espías de hoy en día son demasiado serias”, le dice el propio Valentine a Galahad, y tiene razón. Matthew Vaughn también lo sabe. Por eso no pretende una caída libre hacia la solemnidad y se aleja del retrato de un héroe oscuro y atormentado, para entregarse con plena libertad a su parte más lúdica en la que cualquier objeto puede convertirse en un arma letal. Por ejemplo, una tarjeta SIM que al ser activada envía una onda neurológica a todos los usuarios, provocando la desinhibición de la violencia para crear una masacre mortal que ponga fin a la sobrepoblación en el planeta. Ese es el malvado plan del ridículo y excesivo Valentine para dominar al mundo. Un villano que sesea y se marea si ve sangre, siempre acompañado por su fiel asistente con filosas cuchillas como piernas, que funciona como una suerte de versión femenina del Tiburón interpretado por Richard Kiel en la saga del agente secreto más famoso del mundo.
Las habilidades de Matthew Vaughn como director van más allá de las secuencias de acción: se extienden a las más reposadas que funcionan como un breve descanso para luego aplicarnos un shot de adrenalina cuando llega el esperado clímax: una maravillosa secuencia surrealista que incluye cráneos explotando en forma de fuegos artificiales multicolores. Algo así merece definitivamente una secuela. Larga vida a Kingsman.