Sobre antihéroes y tumbas
Los vuelos de la muerte durante la dictadura, y dos caras de la maldad, en el thriller con Darín y Martínez.
Luego de participar en un vuelo de la muerte, en 1977, el piloto Kóblic (Ricardo Darín) decide huir, desertar y refugiarse en Colonia Elena, un pueblito ficticio de la provincia. Allí un amigo de confianza le da trabajo como piloto de una avioneta fumigadora.
Kóblic deja atrás su(s) afecto(s), léase su esposa, pero no ciertas pesadillas que en la película de Sebastián Borensztein llegan en forma de flashbacks oportunamente ordenados. Parco, Kóblic habla lo indispensable, pero lo suficiente para que el comisario del pueblo, Velarde (Oscar Martínez), empiece a preguntarse y a preguntar quién es el misterioso recién llegado.
Sebastián Borensztein se atreve a algo no visto en el cine argentino, que es a retratar sin eufemismos los llamados vuelos de la muerte, asesinatos sin pudor en los que se arrojaban, desde la panza de un avión, al Río de la Plata a detenidos durante la última dictadura. No hay regodeo en ninguna escena de violencia, como tampoco lo hay en los enfrentamientos verbales que uno intuye pueden aparecer entre el militar y el policía.
Pero ¿Kóblic y Velarde son dos caras de una misma moneda? Por más que uno se haya fugado, presuntamente arrepentido de lo que hizo, y el otro escarbe con sucias y malas armas, que uno parezca hasta un caballero y el otro seguramente huele a roña y se haya cargado a unos cuántos, no son némesis del otro.
Kóblic no es el choque del Bien con el Mal, porque los dos encarnarían distintas facetas de un mismo Mal. Eso ya la diferencia de muchos relatos que transcurrían durante los años de plomo en la Argentina.
Hay entonces algo de film noir anidando entre las escenas, con un protagonista que lejos está de calzarse el ropaje de un héroe, pero está claro que Kóblic, el polaco, es un tipo de códigos. Lo cual no quiere decir que el comisario no los tenga, pero es en ese contrapunto entre casi iguales donde la película va in crescendo.
Hay una búsqueda de alguien que “desaparece” -con todo lo que llevaba y lleva el término en nuestro país- y el guión de Borensztein aprovecha esa suerte de guiño para ver cómo los que se preocupan por eso son los que se encargaban de desaparecer otros cuerpos.
La historia de amor que corre paralela, donde la española Inma Cuesta entra en principio más para descomprimir, pero luego encaja en el engranaje, no luce forzada, pero no es la arista que mejor luce.
Y es ahí donde el peso recae en las actuaciones de Darín y Martínez. Kóblic muestra menos que lo que esconden sus anteojos y su bigote. No es el tipo común en circunstancias extraordinarias que suele tocarle en los guiones a Darín, por eso ofrece un vértice diferente. Pasa mucho por dentro de esa cabeza, y por eso alguna decisión puede parecer sorprendente.
Oscar Martínez trabaja desde el afuera y el adentro a Velarde. Es un tipo repugnante desde lo físico -desgarbado, panzón, peluquín, tiene pinta de mugriento- y también cuando abre la boca y muestra más que esos dientes podridos. Habla y confunde, coacciona, maltrata. Martínez se apropia de él y lo entroniza en un malvado creíble.