Es un viaje, pero no tan fantástico
El viaje de la balsa Kon-Tiki, que con seis hombres a bordo navegó cerca de ocho mil kilómetros desde las costas peruanas hasta un atolón de la Polinesia, fue uno de esos logros del espíritu humano que marcó a toda una generación, el equivalente en los años ’40 de la llegada a la Luna dos décadas más tarde o del primer vuelo transoceánico de Lindbergh veinte años antes. Con una diferencia: más allá del uso de compases, sextantes y una radio, el grupo de navegantes noruegos comandado por el etnógrafo Thor Heyerdal no hizo uso de los avances científicos y tecnológicos, más bien todo lo contrario. Kon-Tiki - Un viaje fantástico es la versión cinematográfica bañada en bronce de una hazaña que forma parte de los libros de historia y que ya tuvo no sólo un relato oficial en forma de libro, sino además su propio documental, ambos firmados por el propio Heyerdal, el último de los cuales resultó ganador de un Oscar en 1951.
Nominada a su vez al Oscar en la categoría “extranjera” el año pasado, la de Joachim Ronning y Espen Sandberg es una de esas películas sobreproducidas, aplaudidas en su país de origen y enviadas sin dilaciones para su consideración por los miembros de la Academia de Hollywood. Y es que, ejemplo de tesón, templanza e incluso de fe, la historia del sexteto de rubios nórdicos en su lento peregrinar marítimo es un material demasiado seductor desde el punto de vista de la producción. Luego de una dilatada introducción encargada de describir al protagonista en viajes previos y en una anécdota de la infancia que, cuándo no, parecería marcar cada paso de su vida (maldito cliché de las biopics), Kon-Tiki avanza en la presentación de los integrantes del grupo y los desesperados intentos por reunir el presupuesto necesario para construir el primitivo navío. En esas escenas en Nueva York y Callao, Perú, los realizadores hacen gala de un imponente budget, utilizado en parte en la recreación, vía efectos digitales, de las locaciones de época.
Pero el abuso del CGI llegará más tarde, ya en pleno viaje, cuando la cámara se eleve hasta la estratosfera para volver a caer luego sobre la solitaria balsa, en una escena que parece tomada de uno de esos documentales televisivos sobre el origen del Universo. A su vez, el film confía demasiado en la presencia de los tiburones, obligados a generar suspenso en varias secuencias, aunque al menos una de ellas termina con un sorpresivo y sangriento desenlace, uno de los pocos momentos de verdadera tensión narrativa. El resto es pura rutina y didactismo, atravesados por metáforas evidentes (el cangrejo resistente, el montaje paralelo con sendos ocasos) y la sensación de que nada de lo que se ve y oye en pantalla es tan interesante como debería serlo. Dato curioso: hoy Heyerdal es un héroe en Noruega pero, más allá del famoso viaje, su teoría hiperdifusionista sobre la presencia de nativos americanos en la Polinesia ha sido refutada en más de una oportunidad. Algo que el film contradice con terquedad y más allá de las evidencias. Es que la ciencia es una cosa y el entretenimiento otra muy distinta.