Lo que hace de esta “re-re-re-re versión” del insuperable clásico “King Kong” es que sabe que “King Kong” es un clásico insuperable. Así que, como gran parte del cine de gran espectáculo actual, aprovecha el mito y hace otra cosa. Ambientada en 1973, apenas después de Vietnam y con Watergate ahí cerquita, es la historia de un conspiranoico y un equipo de soldados de fortuna que van a una isla donde “habría algo”. Primero todo parece una metáfora sobre la guerra perdida y el intervencionismo estadounidense. Pero después aparece la verdad del asunto: pensar por qué este cine gigante aún nos atrae. El paseo peligroso por la isla está filmado de tal manera que somos partícipes de la maravilla. Mejor que eso: los actores se comportan de un modo humano, como realmente reaccionaría alguien si viera esas criaturas gigantes y peligrosas, con la combinación justa de miedo y agradecimiento. O de miedo y odio. Dado que todos los protagonistas parecen personas y crean a sus personajes, el espectáculo cobra sentido y el peligro se siente, lo que nos permite seguir mirando. Kong, el megagorila, es todo lo que esperamos: da miedo y su nobleza es una nobleza salvaje. Hay mucho de clásico en esta película, de aquellas aventuras “con actores” que la Disney hizo entre los 50 y 70: está hecha por y para el placer del gran espectáculo, de esos que nos devuelven a la infancia, cuando todo era posible.