Kong: La isla calavera

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

LO QUE PUDO SER

Si todo hubiera estado medianamente a la altura del personaje del magnífico John C. Reilly, Kong: la Isla Calavera hubiera sido algo cercano a una obra maestra. Pero no, el resto de los elementos que componen el film de Jordan Vogt-Roberts están muy lejos de ese nivel, con lo que tenemos una película que, en su vocación por expandir el universo inicialmente planteado por Godzilla, repite los defectos de aquella.

En este mundo repleto de gigantescas y temibles criaturas que intentan construir Warner y Legendary, la norma parece ser el deglutir las fuentes previas, en un combo de referencias, citas y guiños estéticos que sólo funciona de a ratos. En el caso de Kong: la Isla Calavera, hay un permanente diálogo con las anteriores encarnaciones de King Kong -la de 1933, pero también la de 1976 e incluso la del 2005 dirigida por Peter Jackson-, pero también con todo un compendio de cine bélico relacionado con la Guerra de Vietnam. Esa expedición integrada por militares -que todavía están lidiando con la derrota frente a los vietnamitas-, científicos, agentes corporativos, un explorador y una fotógrafa periodística, que terminará topándose no sólo con Kong sino también con otros monstruos, es el vehículo usado por el relato para establecer puentes con clásicos como Pelotón o Apocalipsis now, que sólo de a ratos cobran verdadera pertinencia.

En muchos pasajes de Kong: la Isla Calavera estamos ante una especie de catálogo iconográfico, discursivo y genérico: el explorador que interpreta Tom Hiddleston se apellida Conrad, como el autor de El corazón de las tinieblas; la fotógrafa que encarna Brie Larson es una especie de voz de la consciencia, su visión crítica de la guerra y el militarismo; y el militar que hace Samuel L. Jackson es una especie de paradigma del comportamiento obsesivo y revanchista en su duelo con Kong. Pero sólo estamos ante estereotipos, no ante personajes sólidos y complejos. En cuanto a Kong, es un personaje atractivo solamente cuando ejerce su poder destructor, porque por lo demás, no es capaz de narrarse a sí mismo: son otros personajes los que tienen que contar su particular historia y posicionamiento, que lo coloca en un lugar de héroe a su pesar, de ser marcado por la tragedia, pero siempre dispuesto a dar pelea. Todo esto le impide elevarse por sí mismo al film, que hasta queda incluso condenado a ser una especie de reversión sin mucha gracia de ese otro emblema cinematográfico sobre la naturaleza hostil llamado Jurassic Park.

En contraposición, el Hank Marlow que encarna Reilly insinúa otro posible film. Es un personaje libre, que respira por sí mismo, que incluso cuando baja línea respecto a la isla que habita desde que llegó siendo un joven soldado durante la Segunda Guerra Mundial, lo hace con un tono que evita una seriedad innecesaria. Es el portador del sentido de la aventura en el relato y que sirve como enlace con un imprescindible clasicismo al cual la película no termina de aferrarse. Cuando Marlow aparece, Kong: la Isla Calavera eleva su atractivo de manera exponencial.

El problema es que Marlow no es el protagonista, por más que el film le termine entregando la última (y conmovedora) secuencia. Kong: la Isla Calavera pudo ser como Marlow: una película con real sentido de la aventura, divertida sin culpa, clásica en su concepción estructural, sensible para hablar de ciertos peligros y calamidades, melancólica y a la vez vital para invocar lo que se perdió. Pero no, terminó siendo otra cosa, un híbrido que encima carga con el inconveniente de ser parte de una franquicia que la supera. La respuesta para la identidad del film estaba dentro de él, pero no supo encontrarla.