Dirigido por Gabriel Saie, el retrato audiovisual sobre la vida y obra de Gyula Kosice, vuelve al Gaumont después de presentarse en el BAFICI 2016, este jueves 26 de abril, coincidente al aniversario de su nacimiento.
El documental indaga y reconstruye los pasos del artista húngaro-argentino, desde su salida de la ciudad que le da su apellido artístico, hasta apenas un par de meses antes de su muerte, en mayo del 2016. Combinando elementos ficcionados sobre su niñez y adolescencia, además de los testimonios de sus hijas, amigos, discípulos, críticos de arte y su propia persona, el film recorre tanto su vida personal como su extensa trayectoria en las distintas artes que practicó.
Los relatos protagonizados por sus cercanos son intercalados con la atractiva luz que destellan sus obras y la sinuosidad de las burbujas que el aire esculpe en el agua. El sonido, excelentemente logrado en estos momentos de observación pura, resalta al elemento agua como eje descriptor, consiguiendo un suave difuminado entre lo que se ve y lo que se escucha, sobre todo cuando el cambio nos devuelve al testimonio. Sin embargo, este constante vaivén entre la imagen de archivo y el azul neón de las obras de Kosice, puede por instantes ser perjudicial al dinamismo buscado por el director, y aunque los pasajes ficcionados refresquen en algo el relato, no alcanzan a poner a la historia en el siguiente peldaño narrativo que, en términos generales, solo poseen los entrevistados.
En cierta medida es como si la figura de Kosice desbordara el documental, como si saliera a pasear por las alturas de su Ciudad Hidroespacial sin preocuparse por lo que acurre bajo sus pies. En un pasaje, el principal precursor del Arte Madí, desde su merecido podio hidrocinético, nos interpela con razón: “…estamos hechos de tiempo. Hay que apurarse a hacer cosas”. Máxima que recuerda a “el tiempo es invención o no es nada en absoluto” de Bergson, y que conforma el néctar que mueve la obra de Kosice: de la idea a las manos, sin descanso. Toda una vida creativa para olvidar la melancolía, no es poco.
En síntesis, el documental cumple su cometido, en tanto archivo testimonial y difusor de su obra, pero en términos de forma, se empantana justo en medio de las intenciones que se propone. Es decir, el director no aventura una visión personal fuerte y concordante con la mirada Kosiceana y, en su intento por hacerlo, termina por cobijar su propuesta a la sombra segura que le da el peso de su personaje. Algo que al momento de ver los créditos no parece incorrecto, pero que en caso de haberlo encarado con mayor riesgo, podría haberle aportado mucho más al resultado final.
Kosice se fue de este mundo investido como ciudadano hidroespacial, repartiendo profecías y alquimias llenas de porvenirismo: que nuestras almas no tendrán final terrestre, que las nubes serán ineludiblemente nuestra nueva tierra, y que, en esa nueva casa, podremos oír la palpitación del universo, el sonido de un nuevo lenguaje; como si aire y arte fueran por fin, uno solo.