El rodaje de un film es una instancia misteriosa, íntima y hermética que combina mucha efervescencia y concentración. Un latido vertiginoso que avanza mientras germina imágenes y sonidos; un proceso complejo, cuyo ritmo es difícil de asimilar desde una butaca. Quizá por eso los intentos por retratar esta instancia hayan repetido tanto su caída en el pobre y televisivo lugar común del “making of”. Afortunadamente, como en todo, existen las excepciones. Una de ellas es este oasis llamado “Años Luz” de Manuel Abramovich. Curiosidad y admiración, ambas en igual medida, mueven al director de “La Reina” (2013) a intentar desmadejar las intricadas líneas de pensamiento tras el proceso creativo de Lucrecia Martel. Mediante un correo electrónico, Manuel le propone hacer un documental durante el rodaje de “Zama” (2017), donde ella fuera la protagonista. “Estoy a años luz de poder ser la protagonista de una película“, responde ella, y sin cerrar posibilidades lo invita a un café para conversar. Además de aportar el nombre a la película, aquella frase de Lucrecia inició un camino donde la confianza entre ambos fue la clave para, justamente, refutarla: el advenimiento del film, que hoy se puede ver todos los viernes de agosto en el Malba, demostró que la directora no estaba tan lejos de ser protagonista de una película. El film de Abramovich se mantiene fiel a sus propuestas documentales previas: contemplación de una imagen fuerte y concreta, la mirada como expresión suprema del mundo interior del personaje, extenso y diligente uso del sonido fuera de campo que completa, oxigena y enriquece a la imagen, y finalmente una fotografía muy cuidada –especialidad madre del realizador– que ilumina al ser observado en un centro inquisitivo, exigente e incómodo ante la presencia de la cámara. Abramovich aísla a sus personajes de su entorno e indaga, en esa esa imagen, su pensamiento: ¿De qué forma la contemplación de una hermosa llama blanca ayuda a configurar una puesta en la cabeza de Lucrecia Martel? ¿Cuántas preguntas, devenidas en imágenes, se responde la directora al momento del silencio en la toma de sonido ambiente? ¿Cómo se construye la idea de hacer parpadear al actor sólo con el ojo derecho? Cuántas de esas preguntas se responden y cuántas de aquellas generan más preguntas. “Años Luz”, no lo devela. No es su objetivo tampoco. Es decir, la tarea queda, una vez más, en el espectador, quien deberá llenar ese espacio difuso que continúa, y seguramente continuará por mucho más, sin ser develado. Un film que conecta a sus personajes directamente con el espectador, que los hace partícipes activos del relato, sea éste contemplativo o narrativo, es siempre un gran film. Más allá de las desavenencias postales y presenciales con las que el director intentó estructurar el trabajo, y que aportan una tensión digerible, nos encontramos ante registro honesto, hecho con la distancia respetuosa y silente de un admirador muy profesional. Ubicado en las antípodas de la crónica, Abramovich encuentra en la contemplación aquello que busca: la intimidad intelectual de su personaje, el dibujo de su maquinación silenciosa, sus silencios y la búsqueda de precisión de sus indicaciones. A fin de cuentas, se encuentra de frente con el mito tras la figura de la cineasta salteña, y de aquello, solo nos muestra (mal nuestro) lo que la cámara pudo ver.
Dirigido por Gabriel Saie, el retrato audiovisual sobre la vida y obra de Gyula Kosice, vuelve al Gaumont después de presentarse en el BAFICI 2016, este jueves 26 de abril, coincidente al aniversario de su nacimiento. El documental indaga y reconstruye los pasos del artista húngaro-argentino, desde su salida de la ciudad que le da su apellido artístico, hasta apenas un par de meses antes de su muerte, en mayo del 2016. Combinando elementos ficcionados sobre su niñez y adolescencia, además de los testimonios de sus hijas, amigos, discípulos, críticos de arte y su propia persona, el film recorre tanto su vida personal como su extensa trayectoria en las distintas artes que practicó. Los relatos protagonizados por sus cercanos son intercalados con la atractiva luz que destellan sus obras y la sinuosidad de las burbujas que el aire esculpe en el agua. El sonido, excelentemente logrado en estos momentos de observación pura, resalta al elemento agua como eje descriptor, consiguiendo un suave difuminado entre lo que se ve y lo que se escucha, sobre todo cuando el cambio nos devuelve al testimonio. Sin embargo, este constante vaivén entre la imagen de archivo y el azul neón de las obras de Kosice, puede por instantes ser perjudicial al dinamismo buscado por el director, y aunque los pasajes ficcionados refresquen en algo el relato, no alcanzan a poner a la historia en el siguiente peldaño narrativo que, en términos generales, solo poseen los entrevistados. En cierta medida es como si la figura de Kosice desbordara el documental, como si saliera a pasear por las alturas de su Ciudad Hidroespacial sin preocuparse por lo que acurre bajo sus pies. En un pasaje, el principal precursor del Arte Madí, desde su merecido podio hidrocinético, nos interpela con razón: “…estamos hechos de tiempo. Hay que apurarse a hacer cosas”. Máxima que recuerda a “el tiempo es invención o no es nada en absoluto” de Bergson, y que conforma el néctar que mueve la obra de Kosice: de la idea a las manos, sin descanso. Toda una vida creativa para olvidar la melancolía, no es poco. En síntesis, el documental cumple su cometido, en tanto archivo testimonial y difusor de su obra, pero en términos de forma, se empantana justo en medio de las intenciones que se propone. Es decir, el director no aventura una visión personal fuerte y concordante con la mirada Kosiceana y, en su intento por hacerlo, termina por cobijar su propuesta a la sombra segura que le da el peso de su personaje. Algo que al momento de ver los créditos no parece incorrecto, pero que en caso de haberlo encarado con mayor riesgo, podría haberle aportado mucho más al resultado final. Kosice se fue de este mundo investido como ciudadano hidroespacial, repartiendo profecías y alquimias llenas de porvenirismo: que nuestras almas no tendrán final terrestre, que las nubes serán ineludiblemente nuestra nueva tierra, y que, en esa nueva casa, podremos oír la palpitación del universo, el sonido de un nuevo lenguaje; como si aire y arte fueran por fin, uno solo.
Este primer documental de Andrés Perugini a estrenarse mañana en el Goumont, nos muestra la casa como espacio habitable que congrega, como refugio íntimo que registra nuestro paso efímero bajo su techo, y que, entre otras cosas, da cuenta fidedigna de nuestra fragilidad pocas veces asumida. La casa es, a fin de cuentas, un receptor vivo de la memoria de sus habitantes que de forma versátil se adapta, cambia y resiste como ninguno, el olvido y la indiferencia. La lluvia de Germania acompaña los pasos de Irene, abuela del director, quien deambula por su casa relatando historias pasadas mientras toma mate o retoca las flores del jardín. En esta primera parte, los planos movidos, el sonido imperfecto y la sensación frenada de la mecánica del zoom nos hablan de un archivo sensible y personal: probablemente una gema con la que el realizador se encontró a posteriori y que muy seguramente iluminó su camino. Sin embargo, prontamente el relato encamina su intención y nos prohíbe cualquier atisbo de apego. Todo ha sido una excusa para hablarnos de lo que queda tras ella, lo material, las repartijas, los objetos, el papeleo, la casa, el viaje de la esencia de Irene que algún día impregnó el lugar. En esta segunda parte el punto de vista cambia, la imagen se estabiliza, el entrevistador enmudece y el sonido, fina especialidad del director, renace perfecto. El documental se transforma y escala, nos sacude con gruesas preguntas que no se responden hasta el final. En este nuevo momento sentimos como si Irene se apoderara de la cámara y sin aviso se atrincherara en la casa a observar y documentar la parsimoniosa liturgia de su partida. Vemos entonces a su memoria difuminarse junto a los objetos que se mueven, se acomodan y se van. Es finalmente el desmantelamiento del lugar lo que materializa su ausencia, y es justamente eso lo que la cámara registra con agudo tacto. La forma de narrar de aquí en más es sutil e inteligente, manteniendo un punto de vista interior en posición fija, escondida del trajín, pero atenta al avance del vacío. Las formas y rincones, los gatos, flores y ventanas que sintieron su presencia se vuelven objetos de contemplación viva. El movimiento silente de los planos vacíos y el hombre que fijo mira el suelo del garaje, repasando un pasado que ignoramos, representan el alma profunda y esencial del documental de Perugini, recordándonos duramente que “de esta no se salva nadie”, como en algún momento insinúa uno de los personajes. Por último, intentando responder la pregunta que el director se hace en la sinopsis: ¿Es posible borrar las huellas del pasado?, nuestra conclusión sería que no. La historia nos cuenta que el vaciamiento de todo aquello que fue, da lugar a un nuevo comienzo, a la restitución de la casa como receptora de un nuevo tiempo íntimo. Sin embargo, esta nueva construcción, de ningún modo borra la huella del pasado que allí algún día fue presente. Prueba fehaciente sería regresar y mirar esos rincones retratados por este indispensable y emotivo documento audiovisual, y sentir, por un momento, a dónde nos lleva.