Mi guitarra llora suavemente
Kubo y la búsqueda samurai es una película de animación stop-motion con una belleza y melancolía poco comunes en los productos para chicos.
El cine de animación tiene posibilidades infinitas. Es cierto que con los avances tecnológicos el cine tradicional con actores también parece tenerlas, pero cuando la imagen está creada completamente de cero, sin figuras de carne y hueso, todo es posible. Ahí está el ejemplo de Mi buen amigo gigante, en la que Steven Spielberg tuvo que recurrir a la animación para lograr los efectos de perspectiva necesarios.
Sin embargo, muchas películas de animación -al menos las mainstream- suelen apelar al realismo con la lógica de que “cuanto más real parezca el dibujo, mejor es”. Por supuesto, los “ambientes” son los originales. Pongamos el ejemplo de las últimas de Disney y de Pixar: Zootopia y Buscando a Dory transcurren en ciudades pobladas por animales y la gracia está en que estos animales se comportan como personas, un recurso del que se burla con una sutileza aplanadora la ingeniosa serie de Netflix BoJack Horseman. Ninguna de las dos películas está del todo mal -aunque están lejos de sus mejores predecesoras-, pero empalidecen enseguida cuando vemos qué puede lograr una película de animación que vaya por otro lado.
Hoy estrena Kubo y la búsqueda samurai, cuarto largometraje de la productora Laika -responsable de la extraordinaria Coraline, sobre novela de Neil Gaiman-. Si bien Kubo… es una película de stop-motion (no se trata de dibujos sino de marionetas, aunque la tecnología ha logrado que la diferencia entre ambas técnicas sea bastante borrosa en sus resultados), la imaginación para crear escenarios y personajes, peleas, naufragios y aventuras de todo tipo es descollante.
La historia comienza en Japón. Kubo (con la voz de Art Parkinson, el Rickon Stark de Game of Thrones, en un papel bastante más estimulante que el que tuvo en la serie) es un chico al que le falta un ojo y que vive en una cueva con su madre enferma. Todos los días baja a la aldea más cercana para contar historias a la manera de un juglar, con su guitarrita japonesa y sus muñecos de origami, que cobran vida y actúan las peripecias de los personajes.
Su padre era Hanzo, un guerrero samurai que murió hace tiempo. Es lo poco que le contó la madre en sus breves intervalos de lucidez. Y le contó otra cosa: que no salga de noche porque sus tías y su abuelo, el Rey de la Luna, lo van a encontrar y se van a llevar su otro ojo. Pero un día, visitando a su padre en el cementerio, se le hace tarde, oscurece, sube la luna y aparecen ellas (con la voz doble de Rooney Mara) que intentan atraparlo. Su madre lo salva en el último instante haciéndole crecer alas y transportándolo a otro mundo mágico en el que debe encontrar una armadura, un casco y una espada samurai con la ayuda de una oveja (voz de Charlize Theron) y un cascarudo (Matthew McConaughey).
Como se ve, la historia no ahorra vueltas mágicas y Kubo y sus amigos deberán enfrentarse a esqueletos gigantes, fantasmas y todo tipo de criaturas para finalmente vencer al Rey de la Luna (Ralph Fiennes). Pero además de la belleza y originalidad visuales, hay en la historia una amargura y una melancolía inusuales para una película que se supone está destinada para el público infantil. No es una película inocente (pero sí muy noble) y la muerte, y con ella la ausencia de los seres queridos, es parte esencial en la trama.
Los títulos finales -acompañados por una versión hermosa de “While My Guitar Gently Weeps” por Regina Spektor- son perfectos para asimilar esta obra maestra y recomiendo mirarlos completos. No porque haya un epílogo a la Marvel, sino porque tienen una vueltita que emparenta ese final con el de El sabor de la cereza, que nos arranca del ensueño y nos recuerda que lo que acabamos de ver es sólo, y nada menos, que una película.