Un acto de magia hecho cine de aventuras
El cine de animación no para de sorprender con su inventiva y su ferviente convicción respecto de la idea del cine, como, ante todo, un acto de magia. Eso es “Kubo y la búsqueda del Samurái”. Un acto de magia hecho cine de aventuras. La escena inicial desploma la mandíbula hacia el piso por su nivel de realización. Mas allá de un leve uso de CGI, este estreno utiliza la técnica de Stop-Motion, tan popularizada por Tim Burton en, por ejemplo, “Frankenweenie” (2013), sólo que aquí se ha logrado algo cercano a la perfección, además de ser hoy la de mayor duración de la historia del cine usando esta forma.
Parece mentira el tiempo que a veces lleva escribir o pensar sobre un hecho artístico. Si alguien resumiese esta obra alegando una historia sobre un niño que utiliza la magia como atracción popular para contar una parte de su propia vida (presente y futura), sería correcto;, pero también podría ser un relato sobre un abuelo con el alma contaminada por el mal que intenta destruir una generación intermedia, entre él y su nieto, para poder detentar un poder absoluto. Así mismo, quien asegure haber visto un cuento sobre una madre que entre su vida terrenal y su paso hacia la eternidad está decidida a proteger y guiar a su hijo contra los peligros del mundo, amparándose en la fuerza de las virtudes puras, seguramente estará en lo cierto. Es más, en IMDB, el sitio web por excelencia de catálogo cinematográfico, dice: “Un pequeño niño llamado Kubo debe encontrar una armadura usada por su difunto padre para defenderse de un espíritu maligno del pasado que desea venganza”. También vale, y sin embargo; ninguna de estas descripciones abarca el contenido total de esta película.
Todas estas certezas se apoyan en la multiplicidad de temas abordados por un guión prodigioso que en ningún momento renuncia al género de la aventura en estado puro.
Empecemos por el director, ya que descubrir el relato es parte del acto de magia y por eso no vamos a ahondar en la trama. Travis Knight debuta al frente de un proyecto, pero ha sido el jefe de animación de otras tres joyitas: “Coralina” (2009), “Paranorman” (2012) y “Los Boxtrolls” (2014). No debería sorprender entonces el prodigio visual expuesto en éste estreno. Bueno, sí: sorprende y mucho. No sólo por el alcance de realismo logrado con la técnica más difícil, sino por toda la concepción artística y poética puesta al servicio de la incontable cantidad de metáforas sobre la vida pasibles de ver en nuestro planeta.
Tanto los paisajes como los personajes tienen su impronta narrativa. En el primer caso para emplazar el contraste entre la fragilidad humana (con la responsabilidad máxima puesta en un chico) y la dureza del recorrido por tierras inermes al paso del tiempo. En el segundo, está implícita en todo momento la creencia en la reencarnación del alma, y por si fuese poco alimentan la esperanza de un niño que termina por entender que no hay pérdidas totales, sino transformaciones. En este punto la vida y la muerte están decantadas entre la presencia de luz o la ausencia de ella. En realidad, por suerte esto también se ve, “Kubo y la búsqueda del samurái” habla de oscuridad constante con destellos de luz. Tomándose de la mano de las creencias mayas en “El libro de la vida” (2014), el recuerdo o el olvido marcan la diferencia entre el eterno acompañamiento o la desaparición de quienes nos preceden.
Habrá mucho más para descubrir gracias a la generosidad creativa de la película. Tal vez es injusto el título local en este sentido. La traducción sería “Kubo y las dos cuerdas”. Cuando el espectador descubra la razón del título, y por la cual se eligió un instrumento como arma contra las dificultades, la emoción estará a flor de piel para agradecerlo. En efecto, la madre es quien utiliza primero el shamisen. Un instrumento de origen chino parecido al laúd, cuyo sonido remite inmediatamente a la geografía en donde se desarrollan los hechos, pero que aquí representa también la unión familiar en una de las escenas de clímax mejor logradas de los últimos años en el cine.
¿Guindas del postre? Tres. Todas al final. La versión de Regina Spektor del clásico de George Harrison, “While my guitar gently weeps” para aplaudir de pie, la secuencia que revela al público los trucos de la animación, y la banda sonora de Darío Marianelli hasta la última palabra de los créditos.
Aun cuando encontramos frente a un relato de confección tradicional y a la vez cíclica (dado por el cuento contado por el chico en concordancia a lo que le sucede en la vida real), estamos en presencia de una narración que se permite reinventar los momentos de transición, para otorgarles el verdadero secreto para descubrir la profundidad de los temas tratados. Sin dudas Coppola, Huston, Spielberg o John Ford (en especial éste último) están homenajeados desde la forma, pero uno fantasea con que ellos mismos irían varias veces a ver ésta maravilla que va directo al Oscar del año que viene.