Menos es más
Siempre resulta una tranquilidad pensar que hay un plan escrito para nosotros, que alguien se dedica a sembrar miguitas para que alegremente las vayamos siguiendo cual pulgarcitos del no azar. Pero también, cuando la suerte no acompaña (nadie es afortunado a tiempo completo), nos gusta creer que controlamos la dirección de nuestra vida y que de repente podemos pegar el volantazo que lleve nuestros huesos a una mejor situación. De los asuntos del libre albedrío se vienen preocupando hace siglos la filosofía, las religiones y el arte. Tratando de dar respuestas al asunto se quemaron millones de pestañas y se escribieron centenares de tratados, se labraron miles de fantasías y ahora, para no ser menos, otra película de Hollywood usa el tema como excusa para una película que no decide el género (¿acción?, ¿romántica?, ¿ciencia ficción?…un poco de todos y bastante de ninguno).
Matt Damon es un muchacho de origen humilde con una prometedora carrera política que malogra por mostrar el traste en una noche de parranda. Es un poco camorrero, pero como también es carismático tiene muchas posibilidades de recuperarse del traspié y ganar los próximos comicios norteamericanos y muchos más. Ese parece ser el destino que le ha asignado una especie de corporación de diseñadores celestiales de la historia del mundo formada por una serie de agentes secretos con superpoderes vestidos a lo Mad Men. Pero el muchacho se enamora y pone en peligro todo el plan semi celestial. Entonces, esta organización, que cree firmemente en la vieja advertencia sobre aquello que tira más que una yunta de bueyes, hace lo imposible para que nuestro héroe no concrete su amor y vuelva al camino de poder y gloria que le había sido trazado.
Lo mejor que tiene Los agentes del destino es a Matt Damon, tan buen actor que le creemos que realmente está sufriendo esta trama disparatada. Le compramos que está enamorado de Emily Blunt y nos divierte ver cómo les hace gambetas a los operadores de traje gris que inventan todo tipo de trucos para “ajustarle” la vida.
Si uno no se la toma demasiado en serio la película resulta divertida, porque muchas veces cruza la línea de lo posible y, se sabe, los excesos se agradecen cuando de acción se trata. Pero el problema es que Los agentes del destino no se conforma solamente con eso y también quiere hacer su aporte a los problemas existenciales que comentábamos al comienzo de esta nota. Ahí la situación se pone pesada porque el argumento se explica, se amplía y se sobreexplica hasta el hartazgo y, mientras nosotros queremos ver si Damon finalmente le puede dar un beso a Blunt o si sale corriendo para un lado insólito y despista a los ángeles de traje y sombrero, la película se detiene para darnos detalles de su cosmogonía y trazar apuntes de filosofía/psicología barata y zapatos de goma.
No se le está pidiendo aquí al director George Nolfi que se convierta en Spinoza ni a Matt Damon que se arranque los ojos cual Edipo moderno para burlar las órdenes de los dioses, quizás lo contrario: un poco menos de pretensión filosófica para darle camino a la acción más descerebrada, pero seguro, más disfrutable.