Las musas, material de discusión. Obra singular la de José Luis Guerín (1960, Barcelona, España): Innisfree (1990), Tren de sombras (1997), la admirable En construcción (2001) y En la ciudad de Sylvia (2007) –todas de esquivo paso por las carteleras argentinas– son experiencias que juegan sutilmente con las fronteras entre el documental y la ficción, el pasado y el presente, lo sensible y lo imaginado. Los resultados son siempre tan discutibles como estimulantes, como lo es también La academia de las musas, con la que el director vuelve a solazarse observando y escuchando.
En este caso, el centro de atención está puesto en un profesor universitario, su mujer, algunas de sus alumnas y algún personaje ocasional que sirve como objeto de estudio (por ejemplo, un grupo de jóvenes integrantes de un coro que intentan emular el berrido de las ovejas). Todos ellos discuten, dentro o fuera de las clases, en torno a lo que puede servir de inspiración para la poesía.
La Beatriz del Dante, el amor en tiempos de internet, la idea machista-patriarcal que anida en el concepto de musa, la importancia o no de la sexualidad en el amor y de la naturaleza como fuente inspiradora, entre otras cuestiones, van surgiendo de las sobreabundantes conversaciones (en dos o tres idiomas al mismo tiempo) registradas con criterio documental, aunque por momentos la imagen se enrarece, camuflándose con los reflejos de las ramas de los árboles en las ventanas o las luces de la ciudad interfiriendo en los primeros planos.
Está claro que La academia de las musas no procura ser un divertimento con sentido narrativo (de hecho, aparece fragmentado en pequeños capítulos y muchas secuencias son brevemente interrumpidas por cortes a negro), sino un provocador ensayo sobre la iluminación que lleva a los textos poéticos. En algún momento, las alumnas parecen musas reaccionando ante las reflexiones que se hacen sobre ellas; en otros –como cuando un pastor trae a la memoria un recuerdo familiar, o una de las chicas relata la importancia que tuvo para ella chatear con un desconocido mientras atravesaba una difícil situación familiar– asoma algo de emoción auténtica en medio de esa suerte de competencia intelectual, en la que todos se esmeran en llegar a conclusiones brillantes.
Sin música y prácticamente sin situaciones que desvíen el debate, uno de los motivos por los que La academia de las musas se salva de convertirse en una mera clase sobre literatura es la presencia de Rosa, la mujer del profesor. Desde el comienzo, cuando afirma que “El amor es un invento de los poetas”, sus intervenciones empiezan a hacerse deseables: transitando el film (y quizás la vida) con cierta pesadumbre pero también sabiduría, Rosa le imprime una carga dramática que parece necesaria y suma, al encanto de las distintas alumnas, la gracia de sus palabras a veces filosas y la humanidad de su mirada.