Una experiencia pedagógica picante.
El autor de En construcción propone una comedia sexual y dialéctica travestida de documental sobre la erótica patriarcal.
“Una experiencia pedagógica del profesor Raffaele Pinto filmada por José Luis Guerín”, dice el cartel inicial de La academia de las musas, y debe ser uno de los comienzos más engañosos, desde los trueques ficción por “realidad” de Doble de cuerpo o Hable con ella. Tal vez el proyecto de La academia de las musas haya empezado como eso –y aun así es difícil, ya que el realizador de En construcción (2001) y Tren de sombras (1997) no filma documentales “puros”–, pero claramente terminó siendo otra cosa, y esa otra cosa es lo que da su identidad al opus 10 del realizador catalán (contando largos y mediometrajes). Si ése fue el proceso de construcción de La academia de las musas, la película misma duplica ese proceso, describiendo lo que va de la experiencia pedagógica representada por un curso o seminario de Filología dictado en la Universidad de Barcelona por un profesor italiano, especialista en cultura clásica, hasta la erótica patriarcal que circula entre bambalinas, entre il professore Pinto y varias de sus alumnas. Algo así como una comedia sexual (y dialéctica) travestida de documental neutro. Un film con grandes volúmenes de diálogo que resultó, inesperadamente, la película más popular de su autor en España.
El curso que el professore Pinto da en la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona es sobre el lugar que ocupan las musas en la poesía, tomando como eje La divina comedia. El público de graduadas en Letras es mayoritariamente femenino, y los pocos varones prácticamente no intervienen. ¿Signo tal vez de que las clases están vistas desde el punto de vista del docente? El profesor domina su tema, es erudito y, aunque pasó la cincuentena y no es un galán, podría pensarse que la seguridad con la que expone y se planta sobre ese escenario que es la tarima podría ser seductora. En los contraplanos, los rostros de las alumnas se ven atentos, subyugados, pendientes de lo que dice (los de los varones, en cambio, lucen semiausentes).
Una de las educandas que más interviene es una alumna italiana que, sin ser exuberante, responde al tipo físico que el cine italiano nos habituó a pensar como atractivo, en términos peninsulares. Curiosamente, sus intervenciones son en italiano, aunque habla castellano a la perfección. ¿Por qué lo hace, dejando fuera de la conversación a muchas de sus compañeras? ¿Es una forma de establecer un vínculo privado con el professore? En tal caso, una forma de establecer un vínculo de a tres: hay otra alumna italiana, como se verá sobre el final, y una española que habla italiano fluidamente. Vínculo de a tres o las tres en un vínculo, simultáneo o sucesivo, con el profesor Pinto, que así como predica la necesidad de las musas para la poesía, y la necesidad de la poesía para la vida, con innegable coherencia gestiona sus propias musas secretas para su vida privada.
En una de las clases, el profesor hace un llamado a las mujeres para que hagan de musas para los hombres. Llamado ante el cual algunas de las alumnas reaccionan airadamente, acusándolo de patriarcalismo. Uno de los ítems del patriarcalismo es, como se sabe, engañar a la esposa con una o más amantes. Es lo que hace el profesor Pinto con Rosa Delor (su esposa en la vida real), tal vez el gran personaje de la película, por el modo en que liga lucidez descarnada, acidez y frontalidad. Desde la primera escena en que aparece, en el living de su casa junto a su marido, afirmando que “el amor es un invento de la literatura”, Rosa concentra todo el interés, hasta una escena cargada de veneno en la que se las ve de frente con su máxima rival (ambas parecen escenas de literatura inglesa, más que española).
Esta es la segunda ocasión en que José Luis Guerín aborda el tema de la musa. En En la ciudad de Sylvia (2007), un artista plástico perseguía a una mujer hermosa a través del laberinto urbano, como quien persigue el ideal platónico de la belleza. Guerín rodó La academia de las musas por su exclusiva cuenta, con un presupuesto mínimo y haciéndose cargo él mismo de la fotografía y el montaje, filma las escenas de clases con preeminencia de planos americanos y clásicos planos-contraplanos. Separa bloques con notaciones temporales (la película transcurre entre un mes de noviembre y el marzo siguiente) y espaciales (la Universidad, el bar, un viaje a Nápoles, etc.) y recurre a varios planos en negro para separar escenas. Todas, o casi todas las escenas de exteriores, están filmadas a través de cristales y con mucho sol, de modo de generar fuertes reflejos sobre los cristales. Como si el realizador quisiera recordar, a través de las imágenes, que ninguna cosa real puede verse de modo límpido e impoluto. Que toda superficie refleja, refracta, llama a confusión.