El centro de la escena sería Dante. En su lugar está el profesor Raffaele Pinto, director de una escuela de filólogos dedicada a estudiar el rol de las musas en la poesía –y el pequeño rol que también les caben a las ninfas, los faunos y el dios Pan–.
Están el cielo y el infierno, el compromiso amoroso y el deseo carnal, Dante hablando con los muertos y enamorado de Beatriz y, en un apartado, horas más tarde, ya en casa, la mujer de Raffaele, que le dice a su marido: “el invento del amor es una de las cosas más terribles y dañosas que ha hecho la poesía.”
Pinto lo niega, está rodeado de amor: sus alumnas bilingües (hablan con fluidez español e italiano, y no se sabe de qué origen son) son sus musas, que debaten acaloradamente, con él y entre ellas, y llega un punto en el que uno no sabe si este registro del catalán José Luis Guerín, de cuño experimental, es un registro documental o algo más que un documental bien plantado.
Hay una parte brillante. Pinto y una de sus musas (o alumnas) se internan en Cerdeña, graban poesías melodiosas de bocas de pastores de ovejas para demostrar que en esencia música y poesía son la misma persona. Pero el trabajo etnográfico va más allá: la musa (o alumna) los graba en cantos armónicos que imitan a los balidos de ovejas (un documento de alto valor musical por sí solo).
Hay momentos de gran poesía cinematográfica, como cuando uno de los pastores (del cual ella, platónicamente –porque claro, es una intelectual de ciudad–, se enamorará) le enseña a escuchar el viento bajo los árboles, o a distinguir por los golpes de un cencerro que él diseñó cuando la oveja está pastando, cuando corre y cuando se acerca o aleja el rebaño. “¡Es un filósofo!”, exclama la musa (o alumna), pero pronto el film decae en una inocultable ficción, donde Raffaele aparece como el lobo que acorrala a su rebaño de discípulas. Junto a esto, la tesitura del registro, la falta de relajación de sus actores (¿actores no profesionales?) conspiran para lo que de otro modo hubiera sido un atractivo experimento.