En un aula universitaria de Barcelona, un profesor de unos sesenta años, pelado y panzón, con anteojos y barbita, expone delante de un alumnado compuesto mayormente por mujeres una serie de conceptos relacionados con la poesía de Dante Alighieri, la idea de belleza y el papel de la musa en el arte. Las alumnas escuchan atentas, levantan la mano y comentan, critican, discuten con Dante y con el profesor, pero la relación es desigual y así se plantea desde un principio en La academia de las musas (2015), de José Luis Guerín, sin comentarlo: ¿qué otra cosa es la musa más que una figura femenina inventada por un hombre? ¿Y qué pasa con estas alumnas que rodean al profesor, ya sea para consultarlo o discutirlo acaloradamente, pero siempre zumbando alrededor de las ideas, el programa, las lecturas elegidas por él?
Fascinado por la figura de Raffaele Pinto, el filólogo en cuestión, a quien Guerín conoció cuando estaba filmando En la ciudad de Sylvia (2007), el director puso una cámara en el aula donde Pinto dictaba clases sobre La divina comedia y en el transcurso del experimento descubrió que una película estaba tomando forma ante sus ojos. Esta ficción, surgida del registro documental y protagonizada por actores no profesionales, fue finalmente La academia de las musas, a la que Guerín presenta al comienzo de la película como “Una experiencia pedagógica del profesor Raffaele Pinto filmada por José Luis Guerín”. Pero nada es tan simple, y hay una pizca de humor y hasta de maldad en esa idea de pedagogía porque al ver La academia de las musas, una no deja de preguntarse todo el tiempo quién es el que aprende.
En principio, por una circunstancia que conforma un extraño anacronismo: a pesar de que las clases versan sobre ideas gestadas desde la antiguedad griega hasta el renacimiento italiano, las alumnas y el profesor no dejan de comentar el sistema de creencias de Dante trasladándolo a la actualidad casi sin contemplaciones. Pero ellas, al mismo tiempo, tienen esa consciencia sobre la desigualdad de género que las lleva a preguntarse por el rol pasivo de las mujeres en esa tradición poética. Y por otra parte, en tensión con esa actitud, no dejan de constituir al profesor en una figura autorizada para todo tipo de consultas sobre situaciones amorosas, calidad de los textos creativos que producen, inquietudes académicas y demás. Entre el psicoanalista y el padre confesor, el varón funciona como el centro alrededor del cual ellas organizan sus experiencias, su escritura y aprendizaje.
La película es compleja porque todo está ahí, desplegado y nunca vuelto a reunir en algún tipo de conclusión o toma de partido, dispuesto en imágenes que casi siempre son primeros planos y muchas veces muestran a los personajes detrás de vidrios, ventanas o parabrisas de autos en los que a las caras se superponen otras imágenes, fantasmas, reflejos. Guerín parece entender el material con el que trabaja y el público al que se dirige, por eso en lugar de reflexiones abstractas sobre arte, poesía, musas y sentimientos, lo que ofrece es una ficción en la que un protagonista, casado con una mujer de su misma edad que ya tiene el pelo blanco, se rodea de mujeres más jóvenes y bellas con las que esa esposa establece una amarga competencia. La cuestión, entonces, es cómo circulan ahí, entre esos cuerpos concretos que tienen cierta edad y cierto peso específico según su posición y género, ciertas ideas sobre el amor y la creación que se plantean como universales y se alimentan del prestigio de la tradición, pero también, según adónde caiga el reflejo, pueden dar forma a la vieja y conocida comedia sexual del hombre maduro que se acuesta con chicas más jóvenes mientras conforma a su esposa con la idea de que le dedicará muchos versos.