Días en la Corte
Multipremiada en la última edición del BAFICI (donde se llevó los galardones de FIPRESCI y SIGNIS, además de los laureles al mejor actor y película en la Competencia Internacional), La acusación es desde diferentes aspectos todo un dilema. Lo es no sólo desde su planteo temático y la forma en que se va estructurando, sino también desde el horizonte de espectador que se va construyendo.
Lo que presenta La acusación es tan simple como su título original, Court (La Corte), y a la vez complejo, por cómo ese espacio-tiempo que es una corte de justicia adquiere resonancias inesperadas y que trascienden lo superficial. La excusa es el caso de un cantante tradicional -y que también ha sido activista político- que es encarcelado y acusado de haber instigado al suicidio de un trabajador a través de sus canciones. La denuncia puede parecer ridícula, pero hay un Estado como el indio detrás de eso, y toda una serie de elementos de prueba destinados a comprobarlo, y lo que vemos es la batalla judicial que se va desplegando. Pero el film no se conforma con ser una “película de juicio” (de hecho no parece estar muy interesada en serlo, lo cual termina siendo tanto una fortaleza como una debilidad) y va más allá del ámbito judicial, para ir mostrando los aspectos íntimos de las vidas de las personas involucradas en el juicio. Veremos entonces cómo la fiscal pasa sus días libres con su marido e hijos; al abogado defensor en su casa o saliendo en una cita; o al juez de vacaciones, entre otras situaciones.
Esos momentos, esos pasajes cuidadosamente escogidos, que coquetean con lo documental, sumados a las instancias judiciales, van configurando una mirada sobre lo sistémico, sobre las instituciones y tradiciones que sobrevuelan a los personajes -que son en verdad personas, individuos, ciudadanos de un país-, influenciándolos de formas a veces sutiles e inesperadas, y otras obvias y explícitas. Todo juega un rol, dentro y fuera de la Corte: la vestimenta, el idioma, el nivel cultural, las preferencias ideológicas, el pasado y el presente de los personajes. En esa visión, la puesta en escena de La acusación reflexiona constantemente sobre su dispositivo cinematográfico, el recorte que se establece a través del encuadre y cómo esa serie de elecciones estéticas sobre lo espacial y temporal implican también la construcción de un espectador, que a su vez también hace su propio recorte, su propia serie de elecciones sobre lo que mira y la forma en que mira. El film dice, plano a plano, que lo social e institucional no es un algo inocente, que tiene una construcción previa, y que a su vez esa estructuración se modifica por la mirada del arte, que siempre necesita de un espectador que aporte su propia posición al mirar.
El problema de La acusación es que en muchos aspectos es más un film teórico que práctico. Es decir, cuesta en muchos pasajes conectarse con el drama, con lo humano del asunto, como si ese distanciamiento permitiera rasgos de inteligencia pero no de verdadera e impactante sensibilidad. En cierta forma, lo que uno contempla es un resumen de lo tratado por Michel Foucault en Las palabras y las cosas, y especialmente Vigilar y castigar, puesto en imágenes y movimiento. Y el cuestionamiento que se puede hacer es similar al realizado a Foucault: esa lucidez un tanto despiadada del autor que terminaba decantando en una frialdad que no le permitía al lector tomar cabal conocimiento y percepción de lo terrible del sistema descripto, aparece también en el film de Chaitanya Tamhane. Podemos intuir estructuras burocráticas y legales que conciben al individuo como un mero obstáculo o una explicación para determinados conflictos, privilegiando el castigo y la vigilancia en función de sostener un estatus quo determinado, y cómo todo ese entramado está pasmosamente naturalizado por las personas (lo cual se enlaza con lo que vivimos en la sociedad argentina), pero se debe poner demasiado como espectador, aportando tanto el significante como el significado.
Paradójicamente, La acusación transita un camino que lo convierte en un film repleto de significados y al mismo tiempo en un envase vacío destinado a ser completado por el público. De tan abierto que es, termina siendo cerrado sobre sí mismo, sin sacudir a quien lo mira de la forma que lo podía hacer Crimson gold, aquel film de Jafar Panahi de 2003 que se apoyaba con todas sus fuerzas sobre el género policial para pensar cuestiones similares referidas a un sistema que necesita de la opresión y la marginalidad para sostener sus propios cimientos. En eso, representa los dilemas, potencialidades y límites del cine BAFICI que, de tan lúcido que es, en ocasiones sólo puede dialogar consigo mismo.