Lo que Anna (Nina Hoss) divisa durante una audición para los futuros alumnos del conservatorio de música es el atisbo del genio. El mismo que ella prometía en su juventud, el que quisiera vislumbrar en el futuro de su hijo, el que escucha en las grabaciones que modelaron sus expectativas de grandeza. Hoy profesora de violín, Anna toma bajo su ala la educación musical de Alexander (Ilja Monti) al que solo cree le falta la disciplina que conduce el talento a su florecimiento.
La audición se mantiene adherida al recorrido de su personaje; Ina Weisse sigue de cerca a Anna, su soterrada frustración, sus intentos de liberación. Tanto su entorno académico como familiar refractan esa misma tensión que ella emite, que la genial Nina Hoss condensa en apenas un gesto o una mirada. Y la película logra su equilibrio en esa medida cercanía, y sus momentos más oscuros e impredecibles en el camino de la exigencia que se revela un calculado ejercicio de crueldad.
A diferencia de lo que ocurría en La profesora de piano de Michael Haneke, a Weisse no le interesa el pathos de la excepción sino el temor a la mediocridad, esa convicción que agita a Anna de que detrás del fracaso yace la falta de carácter. En los espejos que ofrecen su hijo y su alumno, imprevistos rivales pero también alternativas de su misma encrucijada, Anna nos confina a esa angosta línea que nos separa del abismo.