El oasis
Bruno Dumont es un cineasta único, con un estilo propio y rasgos personales que prevalecen en toda su filmografía. El placentero desconcierto que provoca su nueva película sacude las fronteras de su cine y consolida la sorprendente etapa inaugurada con la miniserie P’tit Quinquin. Dumont conserva el marco geográfico, un notable sentido del encuadre y su excepcional habilidad para dirigir actores. Pero ahora experimenta con una comedia demente, frenética y desmesurada. Y permanece fiel a sí mismo. El cineasta ha alcanzado un grado de madurez y autoconciencia que le permite reírse con los personajes de sus primeras películas. Una atmósfera de principios del siglo XX, un espacio surrealista, un sinfín de criaturas extravagantes. Con una audacia inusitada en el cine contemporáneo, La bahía hace convivir registros opuestos en una misma escena, superpone capas de humor y mezcla las grandes tragedias con el cine de Jacques Tati.
Los protagonistas se dividen en tres familias: los Brufort, pescadores de la bahía y ocasionalmente antropófagos; los Van Peteghem, burgueses por excelencia enredados en sus tradiciones y rituales; y el grupo de inspectores comandados por unos nuevos Laurel y Hardy. Los Van Peteghem pasan sus vacaciones en la costa entre la vacuidad y el absurdo, mientras que los Brufort dedican su tiempo a la pesca y ofrecen sus servicios para cruzar un vado llevando en brazos a la gente que no quiere mojarse los pies. Su venganza consiste en devorar a un par de burgueses de vez en cuando. El inspector Machin y su compañero investigan sin suerte las misteriosas desapariciones en la bahía. Pero la piedra angular de la película es la desgarradora historia de amor que une a Ma Loute, el hijo mayor de los Brufort, y a Billie, la mayor de las hermanas Van Peteghem. Con la particularidad de que Billie no es un chico ni una chica, sino un ser fascinante que se mantiene indeterminado hasta los títulos finales. Una indefinición liberadora.
La identidad del cine de Dumont no se diluye en contacto con las grandes estrellas. Los Van Peteghem están interpretados por la aristocracia del cine francés: un irreconocible Fabrice Luchini jorobado que camina con dificultad, una histérica Juliette Binoche que introduce el malestar en la familia y Valeria Bruni Tedeschi que, con un corsé demasiado ajustado, sostiene maravillosamente su aire de mujer contenida. Los personajes deliran en el territorio del cineasta. El scope suntuoso magnifica la belleza horizontal del paisaje. Los planos están compuestos como cuadros: manchones rojos en un cielo azul, pequeños personajes con trajes negros y sombreros bombín en la playa dorada como en un Magritte. Dumont confronta los cuerpos y los rostros con la brutalidad del mundo. No es azaroso que los Van Peteghem exageren su admiración frente a paisajes que el espectador no puede ver, o que encuentren tan sublime una bahía salvaje como un omelette que no se animan a comer. En el medio del choque de oposiciones marcadas están Ma Loute, que frecuenta las dos orillas, y Billie, una figura reversible. La ruptura es una constante. La huida de Billie después del sermón de Aude marca un cambio de tono asombrosamente lírico. Lo mismo ocurre con las innumerables caídas en la arena o los gags realistas con sonidos inverosímiles como contrapunto, desde el genial ruido a fricción de globo de goma en los desplazamientos del detective Machin hasta su memorable carrera final.
En un último plano triste y luminoso, dos cuerpos se entrelazan y otros dos se separan, las miradas se cruzan y generan tensión entre los seres humanos ante una naturaleza infinita. Solo resta escrutar el cielo para encontrar las respuestas. Detrás de la locura, la experimentación y la comedia radical, se esconde la belleza secreta, y sin embargo familiar, que poseen desde siempre las películas de Bruno Dumont.