Bien Sur
De la mano del francés Bruno Dumont llega La Bahía (Ma Loute, 2016), un film menos ominoso de lo que acostumbra el excéntrico realizador, cuyos últimos dos trabajos trataban sobre una escultora esquizofrénica internada en un manicomio (Camille Claudel, 1915, 2013) y una comunión chamanística (Fuera de Satán, 2011), pero no menos críptico.
El film es un retrato cómico de dos familias en la costa francesa a principios del siglo XX: los Van Peteghem, burgueses que veranean en una mansión cuasi-piramidal en la cima de un acantilado, y los Brufort, humildes pescadores que hacen negocio transportando gente - literalmente en brazos - a través de un río. En medio de todo hay un romance incipiente entre un joven Brufort y una joven Van Peteghem, así como una dupla de policías (uno gordo y otro flaco, reliquias de vodevil) investigando una serie de desapariciones en el desértico balneario.
Parece que la historia va por el lado del misterio, pero la razón de las desapariciones se revela al espectador bastante temprano (lo suficiente como para poder decir en una crítica, pero es tan inusitado que merece preservar la sorpresa). Entonces parece que la historia va por el lado del suspenso, pero tanto los crímenes como su investigación se mantienen en un segundo plano y a la larga se esfuman sin una conclusión clara.
La Bahía es ante todo una farsa en la cual el chiste es que el mundo está poblado de gente inepta, incapaz de conciliar el conflicto entre lo que desea y las reglas de la clase social a la cual arbitrariamente pertenecen. Los Van Peteghem, por ejemplo, viven en un constante estado de histeria y perplejidad ante un mundo que osa sorprenderlos en el más mínimo detalle; su deseo de dirigir a sus criados contradice la indignación que les produce dirigirles la palabra. Entonces tenemos escenas de comedia brillante en las que en las que el sencillo acto de comer, andar o sentarse es puesto en crisis por la absurda patología burguesa, que necesita asistencia de una casta inferior y por ello se odia.
Los personajes son caricaturas hermosas del más exagerado orden: el espástico André (Fabrice Luchini), apesadumbrado por la vida; Isabelle (Valeria Bruni Tedeschi), que sufre brotes psicóticos y se pone a llorar ante cualquier irregularidad; Christian (Jean-Luc Vincent), sujeto a epifanías de estupidez y admirado por ellas, y la histriónica Aude (Juliette Binoche), que exagera cada emoción probablemente porque no siente ninguna. La forma en que hablan y entonan es una delicia y es un placer ver a actores que claramente se están divirtiendo con la libertad de derrapar estereotipos. Por otro lado, los Brufort reciben menos atención y resultan menos interesantes que los Van Peteghem. Se los caracteriza como estoicos y no mucho más que eso.
Es tentador comparar el film con otras películas francesas, surrealistas y extravagantes, como la obra de Jean-Pierre Jeunet - director de Delicatessen (1991) y Amélie(2001) - o incluso la animada Las trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003). La película de Dumont existe en un mundo delirante, atravesado por la pulsión, el capricho y el ocasional destello de realismo mágico. Dentro de tanta locura a veces se pone fatua, a veces entra en digresión, pero nunca deja de ser fascinante.