La Belle Epoque en clave burlesca.
El severísimo director de La humanidad ya había girado antes hacia el humor absurdo con el telefilm P’tit Quinquin y aquí vuelve sobre la misma cuerda, pero sin la misma eficacia, con una suerte de versión extravagante de Romeo y Julieta al borde del Canal de la Mancha.
Dos años atrás, Bruno Dumont, implacable creador de La humanidad y Flandres, se despachó con un film sorprendente llamado P’tit Quinquin. Se trataba en realidad de un telefilm de cuatro horas, que en Argentina pudo verse en el Festival de Mar del Plata. Lo sorprendente era su condición de reverso exacto del severo, bressoniano registro de toda su obra previa. Es verdad que en el gesto de encargar el papel de investigador policial a un actor con una notoria discapacidad mental podía detectarse ya un gusto por el absurdo. Pero P’tit Quinquin llegaba al disparate absoluto: un policía con un tic que hacía de él un relámpago humano, un asesino que les daba de comer pedazos de víctimas a las vacas (¿vacas carnívoras?), un señor que ponía la mesa arrojando sobre ella los platos de loza, actores amateurs que se tentaban en medio de la escena y un ayudante de inspector con el berretín de manejar el patrullero en dos ruedas. Entusiasmado con la experiencia, y contando con una exultante respuesta de público y crítica, Dumont vuelve a la carga con Ma Loute, presentada en competencia en la última edición de Cannes, que se estrena ahora en Argentina con el título de La bahía. Pero ya no es lo mismo.
En tiempos de Belle Époque, una serie de desapariciones de turistas convocan a un investigador y su ayudante a un balneario de la costa de Calais, en plena temporada de verano. El investigador es en esta ocasión una suerte de hombre-montaña, con un peso de unos trescientos kilos. El ayudante, un pequeñín con un bigotito que luce como pintado. Ambos visten igual, como los Hernández y Fernández de Tintín: bombín negro y trajes ídem. Cuando camina, al inspector le rechinan las articulaciones ruidosamente. Si resbala sobre un médano, rueda como un barril y es necesario detenerlo, porque él solo no puede hacerlo. Para ver de cerca algún objeto que esté sobre la arena se echa como lo haría un elefante marino, y en ese caso también es preciso ir en su rescate, para devolverlo a la posición vertical.
En el balneario, dos familias. Una de ricos y una de pobres. Los ricos, los Van Peteghem, visten siempre de blanco, al estilo de la época. Los pobres, los Brufort, de negro, al estilo de los pescadores. La oposición bien evidente, bien visible, bien subrayada, recuerda la de Novecento, de Bertolucci, igual de deliberada y comenzando diez años antes. Algo lombrosiano tal vez, Dumont le pone al burgués (el gran Fabrice Luchini, el mayor autoparodista del cine francés) una joroba, recordando tal vez que al Rigoletto original lo inventó Víctor Hugo. Casado con Valeria Bruni Tedeschi, que vive maltratando a la criada, hermano de una Juliette Binoche que, ex profeso, sobreactúa desaforadamente, el señor Van Peteghem esconde cierto secreto de familia que parece a la espera de Sigmund Freud, quien para ese momento comenzaba a ser reconocido. Los Brufort también tienen su monstruosa peculiaridad, alimenticia en su caso, que explica las desapariciones.
Jugada a la farsa (por el lado de los Van Peteghem, al menos; los Brufort son tan severos como los protagonistas previos de Dumont), dueña de un humor algo letárgico y más bien paralítica en términos dramáticos, lo que rescata en parte a La bahía es el arrebato como de otro mundo que tiene lugar entre “Ma Loute”, hijo de la familia de pescadores y la ¿hija? ¿hijo? de los burgueses, llamad@ Billie. Doble extravagancia de Dumont, el nombre del muchacho y el sexo de ¿la chica? Billie dice ser una chica que se viste de hombre, y así lo entiende Ma Loute, iniciándose entre ambos una versión de Romeo y Julieta al borde del Canal de la Mancha. Hasta que, bueno, él parecería hacer un descubrimiento que lo enoja mucho. Más allá de esto, la historia de amor de Ma Loute y Billie (toda una revelación, la actriz, que en créditos figura con el nombre de Raph) es tan pura y absoluta como lo era la del pequeño Quinquín y Eve en la película previa. Dumont la exalta con una bella partitura sinfónicamente romántica, algo que en su obra anterior hubiera sido impensable.