Entre caníbales
El director y guionista francés Bruno Dumont lleva más de dos décadas detrás de cámara capturando situaciones cotidianas, previsibles y banales. Su elección no es casual: desde su ópera prima, La Vida de Jesús (La vie de Jésus, 1977) pone el foco en los “lugares comunes” para exhibir el feísmo e interpelar al espectador -para que reflexione- ante las normas y leyes que conforman, inherentes, la sociedad del siglo XX. Quizá por eso, muchas veces, su cine -crudo y dramático- es rechazado. Sin embargo, este año el Festival de Cannes premió su último largometraje, La Bahía (Ma Loute, 2016). Esta coproducción entre Francia y Alemania le permite a Dumont incursionar por primera vez en el género de la comedia. Se sirve de ella para mostrar el batifondo rimbombante del sistema capitalista y lo ridiculiza sin perder el ojo crítico de su exitosa miniserie El Pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014)
Todo comienza en una locación: La bahía Slack Bay. Una pequeña y deslumbrante isla paradisíaca de aguas turquesas y arena blanca, ubicada en la costa Channel, que resulta el lugar idóneo para vivir o vacacionar. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro y la panacea se ve amenazada por las turbulentas aguas del río Slack, cuya corriente en épocas de marea alta se une con el mar y pone en peligro la vida de los habitantes que, lentamente, comienzan a desaparecer. Hasta aquí, nada nuevo; más de un centenar de películas transcurren en una isla paradisíaca cuya tranquilidad es amenazada por un fenómeno natural. Pero la mente brillante de Dumont convierte este común denominador en una interesante propuesta donde todo se mueve al son de una tribu caníbal que convierte un sitio de relax en un lugar de supervivencia. Esa es la clave del éxito: fusiona el misterio de esta práctica antropófaga con un guiño de complicidad comunista. La conjunción de estos elementos convierte al film en una comedia negra, absurda y disparatada. Este recurso ya fue visto en películas de Jean-Luc Godard. Sin embargo, lo que sumerge al espectador en esta trama surrealista y tragicómica, empapada de situaciones delirantes que transcurren en el año 1910, es la originalidad narrativa del guión y la construcción de los personajes que, anclados a una mirada marxista de clases sociales, convierten la tranquilidad de esta isla soñada en un calvario. Introduce una suerte de disputa por el territorio entre quienes habitan su suelo y quienes allí vacacionan: En la cima de la bahía se ubica la mansión de una familia burguesa (los Van Peteghem), donde anualmente vacacionan y practican la endogamia para saciar su tiempo de ocio mientras se sirven y desprecian la clase trabajadora (la familia Bréfort: una comunidad de pescadores y granjeros de ostras) que habita la agitada zona baja de la bahía, sus costas. Esta estructura sugiere que en lo alto de la bahía está la sociedad burguesa, y en lo bajo, los trabajadores. De ahí que el clan Bréfort -los proletarios en términos marxistas- desarrolle este peculiar rencor burgués y gusto por la carne humana y, lentamente, se come a los despreciables miembros de la burguesía. Literalmente. Para Marx, “la sociedad puede visualizarse como una estructura, una totalidad orgánica con dos niveles: La estructura material compuesta por el aparato material productivo, las relaciones de trabajo, el capital y la propiedad de estos medios de producción (…) y el de la superestructura que al mismo tiempo está ‘montada’ por ‘encima’ de la estructura; como otro nivel o estrato social que establece la ideología dominante”. Este es el punto de ebullición y quiebre de la historia, que gira en función al choque de estas clases sociales y los valores morales que las dividen, al tiempo que las encuentra en el constante intercambio del mundo capitalista. Pero, ¿quién es preso de quién en esta historia?, ¿Quién se sirve de quién realmente?, y sobre todo: ¿Por qué y cómo desaparecen los turistas de la playa? Estos interrogantes son los que eficazmente logra revelar el director, quien vuelve a dar en la tecla y maneja a plena conciencia lo grotesco de la antropofagia y el incesto.
Párrafo aparte para el elenco conformado por un impecable cóctel de actores debutantes (los Bréfort), donde se destaca el protagonista Ma Loute (Brandon Lavieville) -que le da nombre a la película-, en conjunción con tres de las figuras más importantes del cine francés contemporáneo: Juliette Binoche, Fabrice Luchini y Valeria Bruni Tedeschi en roles impregnados de delirio místico, represión emocional, morisquetas y griteríos milimétricamente calculados. A ellos se suman los inspectores infames que intentan descifrar/resolver el rompecabezas de las desapariciones: Machin y Malfon, que recuerdan los tiempos de Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, por su apariencia y las escenas ridículas donde, al menos media docena de veces; satiriza cómo el obeso cae al suelo de costado, de frente y de espaldas, sin poder levantarse a menos que su cadete lo ayude. Este cuadro visto en P´tit Quinquin, donde una dupla de gendarmes resuelve inexplicables homicidios.
Esta nueva y desconcertante propuesta de Dumont logra desenvolver el misterio de las desapariciones con éxito y deja claro que el realizador sabe cómo interpelar al espectador alejándose del drama. Su cambio estilístico funciona a la perfección de la mano de la tragicomedia, recursos como el slapstick, fusiones entre actuaciones llevadas al extremo de la mano de una brutal música lírica y el impecable elenco, como el personaje de Fabrice Luchini. Sin embargo, hubiese sido ideal que por ser su primera experiencia con el género no fusionara tantas situaciones, dado que introduce un amorío adolescente que nace -o muere- entre Ma Loute y la hija mayor de los Van Peteghem, Billy, a quien presenta como la encarnación de la androginia que no termina de resolver. De todos modos, La Bahía cumple su objetivo y se convierte en una joyita del cine francés que se mueve al borde del delirio y la creatividad al son de la corriente de izquierda, literalmente.