El director francés Bruno Dumont se burla del género humano con gusto y saña
Los viejos surrealistas hubieran llevado en andas una pieza como ésta. No porque sea surrealista (no lo es), ni porque sea algo de otro mundo (tampoco lo es), sino por la maldad y el humor chocante con que se burla del género humano. Los ricos burgueses son soberanamente imbéciles. Los policías son solemnemente imbéciles. Los pobres son moral, mental y físicamente cretinos. Perfiles lombrosianos todos. Hay unos cuantos delitos feos, sin que los policías den pie con bola, pero dándose unos cuantos porrazos. Y hay otras cositas más, que provocan una risa mezclada con asco.
De todo eso, más o menos se salva la parejita joven, pero más o menos. Ella, Billie, de Lille, es una chica andrógina que bordea las convenciones de su clase y su familia. El, Ma Loute (mi lucha) es un flaco criado con todos los resentimientos y los malos hábitos de los suyos. La cosa transcurre allá por 1910, plena Belle Epoque, en una playa que se pretende turística pero es normanda. El lugar y la época estimulan el sarcasmo del autor, y le proveen toda una tradición de cuentos retorcidos, teatro sanguinolento, versitos sucios y costumbres fácilmente ridiculizables, que él utiliza con gusto y saña.
Pero hay un problema: el autor es Bruno Dumont, famoso por hacer películas secas, aburridas y presuntuosas hasta que alguien decidió contratarlo para que dirigiera una miniserie de intriga humorística. Contra todo pronóstico, le salió bastante bien, y ahora quiere seguir en esa línea. Lástima que, después de unas cuantas locuras iniciales, los chistes se repiten cada vez con menos gracia, los artistas repiten sus caricaturas hasta perder la gracia, y la película se alarga y se pincha. Y dura dos horas largas. Se salva Fabrice Luchini, el Michel Serrault de nuestros tiempos. Y eso es todo: más rara que buena.