Después de P’Tit Quinquin Dumont insiste con la comedia, y si bien en esta ocasión no alcanza el superlativo nivel de su film (y serie) precedente, su impredecible deriva creativa sigue vigente y cada vez luce más extraña
Bruno Dumont: el director francés de comedias inclasificables. Tal aseveración, apenas unos 5 años atrás, habría resultado la ironía de un detractor. El director de La vida de Jesús y Fuera Satán tuvo y tendrá siempre enemigos; es un cineasta radical e idiosincrásico, indiferente a las modas y la pleitesía del consenso, cultor de una puesta en escena severa y de una estética austera como pocas.
Este díscolo descendiente de Bresson descubrió que su sensibilidad ascética (y en ocasiones cruel) podía combinarse con la comedia. En el 2014 P’Tit Quinquin sorprendió a todos; ahora sucede lo mismo con este aerolito desatado llamado La bahía. ¿Quién puede reunir en un mismo film cuestiones de fe, tensión de clases y diversos tabúes? En esta heterodoxa comedia negra algunos personajes levitan y otros practican el canibalismo, siempre en un registro discretamente humorístico. La bahía es una de esas películas que disloca la clasificación y detiene el juicio. ¿Qué es exactamente?
Los estereotipos son inútiles en el cine de Dumont, pero el director se aprovecha de los tipos sociales. Un inspector obeso y su primer ayudante escuálido quieren averiguar por qué vienen desapareciendo personas en esta bahía del norte de Francia cercana a Calais. Es una zona turística, jamás filmada de ese modo, aunque los planos generales del mar y las lagunas cercanas son excepcionales. El entendimiento físico entre la cámara y el ecosistema es admirable.
El relato transcurre en 1910, una época en la que se sentía la llegada de un porvenir distinto. En un instante, un personaje le pondrá un nombre específico a ese cambio, como si todos los partícipes de este delirio cómico pertenecieran a un mundo extinto. Los desparecidos están relacionados con las actividades de los Brufort, una familia de pescadores y también boteros que cruzan a los turistas de una costa a otra. Uno de ellos, llamado Ma Loute (título original y acaso revelación indirecta del punto de vista), se enamorará de la hija de una familia aristocrática en decadencia que tiene una mansión egipcia en la que pasan siempre sus vacaciones. Que una hija de los Peteghem esté con un joven de otra clase es el horror.
La confrontación entre los “estirados” y los “brutos” articula el tono del relato; el desprecio de clase es una preocupación que está desde el inicio y nunca abandona la naturaleza social de las relaciones del film. Pero Dumont intercepta esa evidencia materialista con un (fallido) cruce amoroso y un plus fantástico asociado al cristianismo primitivo.
He aquí un cineasta capaz de filmar un instante de piedad y reconciliación sin comulgar con las creencias de sus criaturas. Cada vez más libre, Dumont sigue el camino menos transitado. La incomprensión seguirá siendo su vía crucis.