Brendan Fraser está cabeza a cabeza con Austin Butler (Elvis) para ganar el Oscar a Mejor Actor por esta notable interpretación -que le valió hace pocos días el premio SAG que otorga el propio sindicato de intérpretes- en la nueva película del director de Pi, Réquiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador, El cisne negro, Noé y ¡Madre!.
En tiempos de películas con olor a prefabricadas, La ballena consiguió lo que pocas: generar discusiones, abrir el juego a distintas interpretaciones al frente infierno cotidiano que vive Charlie (el regreso a los primeros planos, y con olor a Oscar, de Brendan Fraser). De un lado están quienes caen rendidos ante las aristas más emotivas del último trabajo de Darren Aronofsky; del otro, aquellos que ven el derrotero de ese hombre obeso, solitario y aquejado por sus fantasmas una cabal muestra de cómo el dolor ajeno puede convertirse en espectáculo. Tampoco faltan las almitas sensibles que levantan el dedo señalándola como una película “gordofóbica”.
La última hipótesis debe descartarse de raíz, puesto que aquí la gordura es un síntoma del espíritu quebrado y la búsqueda de autodestrucción de su protagonista, un elemento destinado a la compasión antes que al odio o a la burla. Ya bastante se menosprecia el bueno de Charlie para atribuirle a la película algo que no hace.
Las otras dos, en cambio, tienen algo de cierto: La ballena es una patada al corazón ante la que resulta difícil mantenerse ajeno, con un protagonista inasible, contradictorio, cargado de matices y con una culpa del tamaño de las pizzas que se come como si fueran un aperitivo; a la vez que un viaje hasta lo más profundo de la decadencia humana. Sin golpes bajos, con el espectador convertido en testigo.
Charlie es un profesor universitario que da cursos a distancia con la cámara de su computadora siempre apegada. Nunca sale de su casa –lo mismo que la película, que no le interesa en lo más mínimo despojarse de la impronta teatral fruto de da estar basada en una obra– ni tampoco le preocupa: lo suyo no es el presente hecho de comidas del delivery y una amiga enfermera (Hong Chau) que lo cuida con devoción maternal, sino un pasado del que no puede desprenderse.
Sumido en un duelo eterno por la muerte de un ex alumno devenido en pareja y el arrepentimiento por haber abandonado a su hija de por entonces 8 años, lo único que espera es una muerte cada vez más cercana. Una imprevista visita de esa hija (Sadie Sink), a la que no ve desde entonces, opera como el disparador de una trama de indudable tono crepuscular, un psicodrama igual de intenso y doliente como un Fraser que, con una mirada melancólica, parece poseído por Charlie.
Es cierto que la metáfora del carácter expiatorio de Moby Dick cae en lo obvio, así como que su desenlance abre las puertas a una alegoría religiosa digna del muchachito misionero que piensa que salvar a Charlie es una prueba impuesta por dios, pero La ballena es mucho más que eso: se trata de la última parada de una vida que alguna vez fue plena pero ahora solo espera su fin.