Presentada en competición oficial del Festival de Venecia 2022, la actuación del fenomenal Brendan Fraser fue merecedora de una sostenida ovación de pie. Y no es para menos. El responsable de gemas estéticas como “Pi” (1998), “Requiem por un Sueño” (2000) y “Madre” (2017), está de regreso en la gran pantalla. Hablamos del inclasificable Darren Aronofsky, creador de thrillers de corte fantástico en donde la paranoia y la esquizofrenia acaba por deglutir al mundo real. Aquí, en un enfoque diametralmente opuesto, nos sorprende con una obra concebida desde extremos conceptuales y estéticos más sobrios.
Adaptando a Samuel D. Hunter, a partir de su homónima obra de teatro, “The Whale” es una apuesta salvaje y demencial, exploradora de la noción de altruismo explotando el costado más incómodo en pos de la concientización. No obstante, la piedad no existe aquí a la hora de graficar la decrepitud que agobia a su objeto de estudio, porque la vida es una compleja ecuación. Cobrando forma de potente drama, “The Whale” expone lo desagradable de la decadencia física. Desapareciendo tras kilos de maquillaje y prótesis, Brendan Fraser da vida a Charlie. “Pensé en qué hacer con mi vida”, dice luego de una reveladora lectura de Moby Dick (la emérita creación de Hermann Melville). La suya es la imperiosa necesidad de ‘saber’ antes de partir. Y de ser aceptado por su propia familia. “Siempre fui grande, pero dejé que se saliera de control”, agrega Charle. ¿O es Brendan quien habla? El gigante se arroja en un sillón. Come en soledad. Se atraganta. Deglute el menú en cuenta regresiva a su propia muerte. Googlea su condición de salud, una mala decisión. Sublima sus propios demonios, persigue su última definición del yo.
“The Whale” puede vislumbrarse como un ensayo sobre la aceptación, la fe y la resignación. Lo austero y lo áspero describen el clima de lo que ocurre puertas adentro del departamento. La locación nos transmite una crudeza claustrofóbica. Seguimos la vida de este desdichado personaje a través de cinco jornadas y bajo su piel cobra grandiosidad la interpretación de Brendan Fraser. El reconocido actor, otrora galán de Hollywood, sufre una decadencia física hace ya décadas, producto de sus dramas personales. Camaleónica, la increíble actuación brindada despierta igualmente aplausos como lágrimas. La pantalla nos devuelve una imagen agresiva para el espectador, mientras “The Whale” se vale de efectos dramáticos y trágicos ciertamente cuestionables. La miseria es un elemento constante de la narración, también ciertas decisiones visuales de tono poético francamente desacertadas. Dos pies besan la arena y el mar, levantan vuelo. Aronosfky, del modo más literal posible, dobla la imagen: lo que vemos es lo que sentimos. ¿Qué clase de decadencia es capaz de transmitir belleza? Los polos opuestos acaban por repelerse.
El prójimo incapaz de no preocuparse se asume como una visión esperanzadora. ¿Cómo valoramos a nuestro semejante? ¿Puede alguien salvar a alguien? La conciencia tranquila de no sentirnos culpables colocará la decisión sobre un acto primordial en manos de otro. Las causas del mismo suponen un interés personal. Más paralelos y alegorías se filtran entre las líneas de diálogo. Una metáfora respecto a Walt Whitman y “Leave of Grass” presume de cierto intelecto y tolerancia. Charlie es la presa presta a ser cazada durante esta travesía autodestructiva. Su motor es el arrepentimiento, pero no alcanza. En la vorágine de una tormenta emocional de nivel oceánico naufraga la ciega creencia de un hombre, luego de haber pedido todo aquello que amaba. De sus rasgos físicos denotamos una obesidad mórbida. Desmadrado de peso, la suya es una continua lucha contra la propia imagen, y, como acto en espejo, nos asomamos al abismo que habita su interior.
“The Whale” es un drama de cámara, centrado y pequeño. Impensado es el teatro filmado como carta de presentación orquestado por un cineasta tildado de críptico y suntuoso. Historia personal y minimalista, el film nos entromete en una discusión por demás polémica. Observamos una casa como una pequeña madriguera; el hogar es un ambiente envenenado. La cotidianeidad de Charlie se proyecta en objetos personales, la fotografía apagada nos acongoja. En franca decaída, luego de la segunda mitad de metraje, parece más inmensa de lo que realmente es. Despojándose de la regla de los tercios a la hora de narrar, manipula la deformidad de un relato intimista y nada sutil, sin eximirnos de pasajes gráficos y escatológicos. Contrastando lo bondadoso y lo cruel, tenemos aquí una epopeya de operística de la incapacidad. La música incidental, omnipresente y lacrimógena, acompaña cada pasaje. Existen ciertas casualidades que rompen los esquemas establecidos, y se nota la atenta mirada del director, plagando su trama de metáforas visuales de corte fantástico.
Aronosfsky, neoyorkino de culto, virtuoso e imaginativo, quien ha protagonizado sonoros fracasos en taquilla, no se intimida ni inhibe ante los resultados que pudiera deparar semejante debate metafísico. La vida de Charlie va en franca picada, mientras el film ejercita una mirada acerca de la redención. Este obeso en lucha constante se ve acorralado por su pasado. Sin opciones, el dolor obliga a golpear primero. Empatizamos y nos emocionamos con un nudo en la garganta, aunque el devenir de los acontecimientos se torne reiterativo, regodeándose en la desgracia y el infortunio. Notas musicales espaciadas denotan nostalgia, mientras el desenlace será una vil caída al abismo. Ejercicio moral de dilemas y contradicciones, no desestima el arco conceptual abarcado por el autor el costado religioso: el dogma es un arma de tortura que pudre el alma. ¿Qué atisbo de esperanza resta en el resquicio íntimo de un ser que no puede ser completamente independiente? En la disyuntiva, el juicio moral hará su aparición. ¿Debemos sentir pena o condenarlo? Prestándose a múltiples conjeturas, el film testimonia una lección de vida de falsa liberación.