LOS OJOS DE BRENDAN FRASER
¿Cuánto influyen las expectativas en la forma en que uno termina asimilando una película? Queremos creer que poco, pero más veces de lo que desearíamos formamos un juicio en torno a lo que esperábamos y lo terminamos percibiendo. Se dirá que no hay nada de malo en las expectativas, que forman parte de la experiencia humana, pero en verdad son una de las formas de la injusticia: porque qué culpa tiene -en este caso- el artista de ofrecer algo que se aleje de la imagen que uno se formateó previamente. De las películas no hay que esperar nada, esa es la lección… pero a veces es imposible aplicarla. Por ejemplo con La ballena me pasó y, en este caso, se podría decir que terminó funcionando a favor de la película de Darren Aronofsky, porque teniendo en cuenta la filmografía anterior del director y el tema del film en cuestión (un profesor con obesidad mórbida encerrado en su casa) uno esperaba un festival sórdido de la miseria humana. Y si bien hay algo (bastante) de eso, La ballena termina resultando un poco más amable gracias a los imprevistos que siempre surgen en un rodaje, y que en este caso tienen el rostro de Brendan Fraser.
Perfecto, Fraser, un muy buen comediante que además funcionó en la aventura (y en la aventura cuando se cruza con la comedia, digamos La momia), cumple con el lugar común del intérpretes que, destrozada su carrera, regresa con un drama de esos dramísimos para ver si rasca un poco de prestigio o -mejor- algún premio. Es un ejercicio bastante espurio, pero demasiado habitual y del que ya nos conocemos todos los trucos. Ahora bien, Fraser logra algo que no muchos hicieron cuando aplicaron el mismo plan: actúa y muy bien. De hecho, es lo único rescatable de una película marrón-verdosa como son todas estas películas marrones-verdosas que hacen desde los 90’s estos directores norteamericanos amantes de la misantropía. Es más, Fraser actúa contra todos los obstáculos que Aronofsky le pone en el camino, empezando por los kilos de más, siguiendo por el exhibicionismo miserable y terminando por una serie de personajes de reparto que aparecen por ahí a los gritos como en una obra de teatro simbólica en la que cada personaje representa algo; claro, La ballena es la adaptación de una obra de teatro. Y Fraser va, y uno piensa que en el fondo es un castigo que se merece por haber aceptado esto como pasaporte a los premios, pero nos convence. Porque contra todo ese quilaje de maquillaje y efectos digitales para darle forma a esa obesidad mórbida que su personaje padece, hay algo en su mirada que nos pide ser rescatado. Y cuando miramos sus ojos ya no sabemos si son los ojos de Charlie, su personaje, buscando la redención antes de partir, o si son sus propios ojos pidiendo que lo rescatemos del horror al que Aronofsky lo somete a cada rato. Pero Fraser cumple porque hasta nos emociona y porque con su mirada no solo demuestra comprender a su personaje, sino que además le pone límites a la misantropía del director.
Aronofosky, uno de los directores más incomprensiblemente prestigiosos del cine norteamericano de este siglo, ya había construido una experiencia parecida a esta con El luchador, en la que contaba además con un compromiso similar al de Brendan Fraser por parte de Mickey Rourke. También era la historia de un tipo que buscaba ser redimido a partir de recuperar el vínculo con su hija, en la que -más allá de sus típicos excesos- era su mejor película. La diferencia aquí es que el material es tan tosco, subrayado y tan poco cinematográfico, que se vuelve un ejercicio entre agobiante y abrumador, aunque involuntariamente cómico en una última escena inclasificable en la que luego de 116 minutos de una búsqueda de realismo extremo cercano al psicodrama Aronofosky se quiera volver poético en una imagen. No deja de ser curioso que estos directores confundan severidad con misantropía y miserabilismo, y sensibilidad con cursilería. Esa es su verdadera tragedia.