Si asumimos que una labor de adaptación o traslación de una obra teatral al cine observa la necesaria traducción de sus contenidos de un lenguaje artístico a otro y que, por ello, da lugar a sus propias diferencias específicas, una gran divergencia surge cuando el calificativo “teatro filmado” define de manera negativa la aproximación elegida para una obra cinematográfica. Si bien en muchas ocasiones esta sentencia se manifiesta desde la lógica de un espacio cerrado y prácticamente único al que accede el espectador, en rigor el denominado “teatro filmado” como peyorativo puede enunciarse cuando ese tratamiento espacial se reduce pero, principalmente, cuando se evidencia la ausencia de los códigos específicos del lenguaje del cine o, en el mejor de los casos, cuando estos permanecen en un segundo plano en materia de expresión artística. Así existen obras que apelan al espacio casi indiferenciado y son grandes películas por la exploración que realizan de los valores centrales del cine y otras que quedan como el mero registro de algo que brilla mucho más en la escena teatral.
Esto último sucede en la primera aproximación a La ballena, cuya clausura espacial se encuentra justificada en las limitaciones de desplazamiento que observa su protagonista Charlie, un profesor de literatura que enseña vía Zoom pero con su cámara apagada. No desea que los alumnos lo vean pero, sobre todo, que accedan a intuir un universo privado donde la depresión se expresa en la ingesta indiscriminada y en una mirada melancólica que señala el permanente duelo por partidas y equivocaciones que solo cree posibles saldar con la muerte. En ese living adaptado hasta lo imposible para suplir las deficiencias motoras de su protagonista aparecen un misionero que llega accidentalmente a su puerta, la amiga enfermera que busca torcer un rumbo inexorable, la hija con problemas de conducta y la madre con problemas de alcoholismo. Sin olvidar al repartidor de pizza, que tras la puerta siente curiosidad por descubrir a quien solo conoce por su voz.
Y aquí comienzan los problemas de una película que nunca disimula su origen teatral hasta la artificialidad. Una galería de personajes secundarios que son arquetipos que en escena servirían para expresar conceptos simbólicos pero que en el lenguaje del cine convierten al conjunto en una narración de trazo grueso (la más evidente, la metáfora del título que vincula a la obra de Melville con el protagonista). Frente a una película construida en largos y altisonantes parlamentos que expresan los conflictos existenciales de esos personajes -que aparecen y desaparecen desde la lógica indisimulada del juego de puertas teatral- subyace la gran labor de Brendan Fraser en la mejor composición de su carrera, por la que es uno de los favoritos a llevarse el Oscar al mejor actor.
Su Charlie condensa la frustración, soledad y autodestrucción con una sincera humanidad que nunca encuentra el miserabilismo efectista y manipulador de Darren Aronofsky en sus lecturas superficiales sobre los caminos posibles para la redención.