¿Qué duda cabe de que el campo es otro mundo? El cine suele reflejar el contraste con la ciudad, presentando sus aspectos atractivos pero también su costado más crudo, hasta inquietante. La barbarie cumple con esa premisa, desde una óptica más íntima.
Nacho (Ignacio Quesada), un adolescente de Recoleta, huye de su casa y llega a la estancia de su padre, Marcos (Marcelo Subiotto), con quien no tenía demasiada relación. Enseguida trata de volver a familiarizarse con escenarios y personas de su niñez. Pero ahora la situación es muy diferente. Los peones lo perciben como el chico de Capital Federal que apareció para estorbar, sobre todo en días previos a un evento de gran importancia comercial vinculado con las vacas. Justamente por esos días aparece ganado muerto en los alrededores, lo que amenaza los negocios de Marcos. Devenido mano derecha de su progenitor, Nacho comienza a investigar el origen de aquellas matanzas.
Ya en Pantanal, su primera película solista (había formado parte del film colectivo Cinco), el director Andrew Sala se vale de una premisa de género para contar otras historias, las que están implícitas, desde un ángulo introspectivo. La película comienza como un coming of age, un drama acerca de un padre y un hijo y un relato de choque cultural, y nunca deja de ser nada de eso. Sin embargo, se abre camino un thriller con sus episodios macabros, sus secretos y sus revelaciones perturbadoras. Asimismo, hay un contexto de tensión entre el terrateniente -que desciende de una respetada figura extranjera- y sus empleados, una familia humilde. Y todo esto, sin olvidar los mecanismos del campo, donde los hombres terminan siendo más crueles que cualquier bestia, aunque siempre queda espacio para ciertos valores, para gotas de humanismo.
Aún cuando la violencia se vuelve incontenible, La barbarie nunca abandona su tono cuidado, carente de estridencias, donde lo que no se dice pesa más que eso que parece estar sucediendo a la vista de todos.