Circo, puro circo
¿Cuánto significaría para la igualdad de géneros que una mujer le gane un partido de tenis a un hombre? Mucho, según La batalla de los sexos (Battle of the Sexes, 2017). En 1973 se armó un circo mediático entorno a un partido de exhibición promocionado como “La batalla de los sexos” entre el autoproclamado “cerdo chauvinista” Bobby Riggs y la feminista Billie Jean King. Si esta fuera la historia de ese circo, la película sería tanto más interesante; en vez de eso adopta la perspectiva de los tenistas y se toma la batalla en serio. El resultado es una película simpática pero blanda y un poco ingenua.
Sin duda el partido en cuestión fue una de las millones de pequeñas victorias hacia un entendimiento y trato más equitativo entre hombres y mujeres, cuya igualdad al día de hoy se disputa injustamente en numerosos niveles. En la historia del hombre y la mujer aquel partido de tenis de 1973 parece insignificante, y si la propia película que lleva su nombre es incapaz de dramatizarlo correctamente, ¿quién entonces?
El problema yace en el fracaso de la película en plantear conflictos cualitativos que expongan con contundencia el tema central de la historia. No sólo todos los personajes nos caen bien: todos los personajes se llevan bien entre sí, incluyendo los partícipes de la batalla del título. De entrada queda claro que para Riggs (Steve Carell) el sexismo es puro teatro para vender entradas, y que el partido es una payasada más en una larga lista de payasadas producto de su adicción a las apuestas extravagantes; por su parte King (Emma Stone) es una persona tan cordial que se lleva bien hasta con el tipo que la expulsa al principio de la liga al protestar la desigualdad de pago.
Emma Stone y Steve Carell son dos actores usualmente cómicos que de a poco han ido revelando su alcance dramático. Poca gente se pavonea de manera tan amena como Carell, y Stone, que en sus peores roles peca de “hacerse la graciosa”, da una de sus interpretaciones más discretas y sentidas. Ambos son instantáneamente queribles, lo cual es un problema para la historia. Para cuando llega finalmente el duelo climático entre los tenistas, no hay gran tensión porque nos agradan los dos y de todas formas comprendemos que todo es puro circo.
Tan anémica es la relación que tiene la película con sus incipientes conflictos que ni siquiera problematiza el hecho de que King engañe a su esposo (Austin Stowell) con su peluquera (Andrea Riseborough). El esposo resulta ser el marido más pasivo y comprensivo del mundo y ante la menor sospecha de infidelidad no hace más que apoyar la “fase” de su mujer, tan pusilánime es su carácter. Tampoco se siente la amenaza de que el amorío lésbico se haga público y desbarate la carrera de King - la única otra persona en darse cuenta es su leal modista (Alan Cumming, excelente). ¿Y por qué el equipo duda en contratar una peluquera cuando ya están pagando dos modistas? ¿No pueden despedir uno de los modistas? ¿En medio de un partido no valoran más la ergonomía capilar que los colores de sus uniformes?
A saber que las interpretaciones son todas excelentes, y los actores esencialmente se van turnando a lo largo de dos horas que apenas se sienten para robarse las escenas. También se podría escribir un artículo aparte sobre la necesidad de conmemorar este tipo de historias, e ignorar la forma en que son contadas. A esta le falta poder, contundencia: se queda en la superficie de las cosas. Apenas se siente el conflicto, y lo poco que se muestra es tan ameno que no parece hacerle justicia a la historia real. Quizás porque a fin de cuentas fue todo circo. Está dirigida por el matrimonio Jonathan Dayton y Valerie Faris, que en 2006 debutaron con Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine). Ojalá su nueva película tuviera un poco más de la mordacidad y el humor negro que entonces esbozaron.