Nacida en 1988, admito que La bella y la bestia, versión 1991, caló hondo en mi infancia. No sólo la animación a cargo de Gary Trousdale y Kirk Wise, vista una y otra vez, sino todo lo que la acompañaba: desde los libros, las muñecas, los juguetes de la cajita feliz de Mc Donalds hasta el álbum de figuritas de Cromy -¿lo recuerdan?. Por tanto el prejuicio con el que cargaba al enfrentarme con la versión de Condon, me obligaba a tener la vara alta.
La historia ya es conocida: a causa de un hechizo, un príncipe es convertido en Bestia (Dan Stevens), con la amenaza de quedarse para siempre en ese estado si no logra aprender a amar antes de que el último pétalo de una rosa caiga. Ya en la cuenta regresiva, Bella (Emma Watson), llega hasta el castillo convirtiéndose en su prisionera. Primero la relación entre ambos resulta áspera sobre todo porque, claro, una bestia no tiene los mejores modos para interactuar con el resto, pero paulatinamente eso va cediendo mientras ambos comienzan a dar a conocer su esencia hasta terminar en un típico -ALERTA SPOILER- y vivieron juntos para siempre.