UNA HISTORIA YA CONTADA
Sólo dos justificaciones puede haber para realizar un film adaptado a la “realidad” de una versión animada de Disney allá por el 91, como lo fue La bella y la bestia. La primera es la nostalgia de muchas niñas y niños que hoy adultos rondamos los 30 y 40 años. La segunda es traer para las nuevas generaciones una historia majestuosa contada con la belleza y precisión de hace casi dos décadas.
Es sabido que esta obra es de larga data: nos remontamos a 1740 -aunque este cuento popular habría sido realizado por otros señores- cuando la escritora francesa Gabrielle Suzanne Barbot de Villenueve publica una historia de hadas donde dos seres disimiles logran enamorarse. Sin embargo, la autoría se la disputa Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, cuya versión de la obra terminó siendo la más difundida. En el séptimo arte, las adaptaciones del texto datan de 1945 y años posteriores llegaría a ser un fenómeno global a ambos lados del Atlántico. La adaptación animada y musical de Disney sería una de las películas animadas más exitosas, además de ganadora de dos Oscar por canción original y mejor banda sonora.
La oferta, tentadora pero arriesgada, le llegaría en el 2015 a Bill Condon (Dreamgirls; Candyman 2) quien incorporó los mejores efectos especiales para recrear a los objetos y utensilios animados que sufren la maldición que pesa sobre su castillo. Esta realización y puesta de voces a atractivos personajes resulta efectiva y representada por actores de renombre, tales como Ewan McGregor, Ian McKellen y Emma Thompson. Condon incorpora, a diferencia de la versión del 91’, un clavicordio y un guardarropas que representan un director de orquesta y su cantante, quienes también sufrieron el hechizo.
También llama la atención el afán de actualizar e incorporar la cuestión multiétnica y diversidad sexual -algo que se viene dando hace varios años en el cine de animación- en este tipo de clásicos, incluyendo personajes afroamericanos pertenecientes al castillo y otro homosexual como LeFou, el compañero de aventuras del villano y egocéntrico Gastón. Esta dupla pertenece a los personajes mejor logrados y casi calcados a la versión de los noventa: el histrionismo de LeFou y la soberbia de Gastón son de lo más enriquecedor de la historia. Y después tenemos a la bella Emma Wattson -la inolvidable Hermione de Harry Potter- en un papel perfecto para ella; y un acertado Kevin Kline como padre de Bella, ahora relojero y no el científico loco del pueblo, que lo volvía más excéntrico en el film animado. Uno de los puntos más flojos es la caracterización de la Bestia durante y finalizando su encantamiento, que emana una frialdad despojada de cualquier calidez conseguida en la primera producción de Disney.
Así es que tenemos un buen reparto, una excelente ambientación y tratamiento de locaciones, y un vestuario majestuoso, especialmente en la escena del baile entre bella y bestia, acompañado por el hitazo y canción principal de la obra. Pero a Condon no le fue suficiente e incorpora tres temas musicales que no suman demasiado. Este es uno de esos casos en el que la ansiedad del barroquismo mata al producto, algo que sólo puede ser permitido y tolerado en otro tipo de artes como el teatro.
Y claro, más allá del mito de la belleza contra la fealdad, de los prejuicios, de la moraleja en que lo que importa es la esencia interior, una mega producción como La bella y la bestia nada más tiene para ofrecer que un relato antiquísimo “finamente” adaptado a los tiempos. En él tenemos una hermosa chica inmersa en sus libros y desinteresada en el casamiento por conveniencia, y un príncipe bestial cuya humanidad fue perdida antes de convertirse en el peor animal. Una balanza que puede ser analizada por sociólogos y psicólogos como un personaje con empoderamiento femenino y otro que busca el principio de la humanidad y solidaridad para con el otro. Doble camino del héroe. Como bien decíamos, La bella y la bestia sólo nos regala nostalgia para viejos y una producción revisionada para los nuevos niños consumistas del mundo del Ratón Mickey.