A pesar de lo que uno podría imaginar, hubo sólo dos adaptaciones cinematográficas célebres del clásico cuento de hadas de La bella y la bestia: la extraordinaria (e influyente) película de Jean Cocteau de 1946, y la que seguramente vieron todos los que están leyendo esto, la de Disney de 1991.
Por eso esta nueva versión, francesa como la más conocida de las versiones del cuento -la de Marie Leprince de Beaumont-, me interesó desde el principio y más porque los protagonistas son un golazo: la hermosa y talentosa Léa Seydoux -de La vida de Adèle y próxima chica Bond- y el genio de Vincent Cassel, con esa cara tan particular de bestia bella. El director es Christophe Gans, que venía de hacer una película de terror muy vistosa pero bastante tonta como Silent Hill y acá continúa en esa línea de barroquismo visual sin demasiado sustento.
Esta versión de La bella y la bestia es verdaderamente cautivante al principio, desde el ya clásico “Había una vez…” y el libro que se abre -recurso nada original pero que a mí siempre me engancha-, pasando por los escenarios, el vestuario y la belleza de Seydoux, que a pesar de un leve exceso de CGI funcionan muy bien.
Los actores no se pueden destacar demasiado por sus trabajos pero todos tienen un carisma y una presencia que suman bastante: no sólo Cassel y Seydoux, sino también el veterano André Dussollier (el padre de Belle) y el español Eduardo Noriega, con una cicatriz que le cruza la cara, que hace de un villano inventado para la película. Al final, todos terminan siendo un elemento más en la decoración.
Entonces llega pronto el momento de estar inmerso en ese mundo y dejar de maravillarse con los espejitos de colores. Y La bella y la bestia entonces demuestra toda su vulnerabilidad: un ritmo cansino que ni siquiera nos recompensa con una complejidad siquiera moderada la terminan transformando a la película en una especie de palacio hermoso pero abandonado, como el de la Bestia, digno para ser instagrameado pero en el que nadie estaría dispuesto a vivir.