La nueva versión del clásico La Bella y la Bestia pone el énfasis en la literalidad y la digitalización de la imaginación.
Vuelve un clásico. De seis hermanos (tres varoncitos y tres mujeres) Bella, la más bella y despierta de todos, deberá salvar a su padre. Él ha tomado una rosa de un bosque encantado, fue maldecido y deberá entregar su libertad a un príncipe que alguna vez amó profundamente a una mujer y le dio fatalmente su muerte. Esa desgracia será explicada con lujo de detalles. El príncipe se ha convertido en una fiera, al menos su semblante. Es una bestia que piensa y habla, y se esconde en sus dominios. La maldición del monarca solamente se disipará si una mujer se enamora de él.
Este es un cuento para niños, y como tal la verosimilitud no es un objetivo, aunque detrás del disparate de esos relatos ilógicos, como ha enseñado Bruno Bettelheim, subyace una lógica inconsciente y la estructuración de un conjunto de fantasías que son constitutivas del psiquismo. Pero esta versión de La bella y la bestia no es estrictamente para niños, aun cuando en su arranque veamos a dos criaturas modélicamente caucásicas alucinadas por la lectura del cuento en la voz de su madre.
¿En dónde reside el problema de este mamotreto digitalizado? En su literalidad. Desde que la digitalización del cine ha liberado la imaginación, un cineasta puede materializar cualquier cosa que se le ocurra. En La bella y la bestia se ven seres fantásticos y paisajes propios de un universo alternativo que presume ingenio y busca el asombro. Al cuento original se le inyecta una virtualidad que transforma el espacio literario y la sugerencia en una pornografía del detalle. En este filme, ni siquiera la luz del sol recuerda al astro omnipresente que ha sido siempre decisivo para los fotógrafos del cine. Atolondrada voluntad de impactar a golpe de bits, la invención de estos mundos está en consonancia con los rostros de nuestro tiempo, hinchados y lozanos como esas flores de plástico que desconocen la descomposición.
Resulta forzoso pensar entonces en la versión de Disney de la década de 1990, todavía dibujada a mano, y compararla con este filme de Christophe Gans, pero si se trata de cómo llevar al cine literatura de esta naturaleza, la versión de Jean Cocteau del mismo libro, o Le Monde Vivant, de Eugène Green, son las obras imprescindibles por conocer. De esta versión anabólica cercana al videojuego solamente se salva la dignidad del dúctil Vincent Cassel (interpreta a Bestia), la hermosa Léa Seadyoux (Bella) y el grandioso André Dussollier (el padre), los únicos que dan batalla frente a la prepotencia del mero artificio digital.