Relato elíptico con potencia simbólica
La realizadora Haifaa Al-Mansour describe la situación de sus congéneres en su país, pero evita la confrontación directa con la historia de una chica cuyo objeto de deseo es una bicicleta, en un mundo donde su uso está vedado a las mujeres.
El primer largometraje producido en Arabia Saudita es, también, el primero dirigido allí por una mujer. Esa es la noticia que circuló ampliamente desde el estreno de Wadjda en el Festival de Venecia, hace casi dos años. Dadas las particulares circunstancias del rodaje –con la realizadora encerrada en una combi durante las escenas de exteriores– y la situación de la mujer en general en ese país árabe, se trata no tanto de una línea anecdótica que sirve para publicitar el film, como de un hecho de la realidad que tiene (y mucho) que ver con el tema y el tono de la historia que narra. “Quería filmarla en mi país, porque me interesaba particularmente mostrar cómo son las cosas allí. Mostrarlas no sólo a público de otros lugares, sino al de mi propio país, que hasta ahora no tenía imágenes cinematográficas de sí mismo”, confesó la realizadora Haifaa Al-Mansour en una entrevista publicada en estas mismas páginas. Irónicamente, Wadjda nunca será estrenada en salas sauditas por la sencilla razón de que éstas no existen, aunque sí ha sido exhibida en la televisión de cable y se espera un lanzamiento reducido en DVD.
Con el título local de La bicicleta verde, la película –que contó con un importante apoyo económico alemán, como así también de técnicos de ese país en rubros como la fotografía y el montaje– evita de lleno la confrontación o la denuncia directa, optando, en cambio, por un relato elíptico, no exento de cierto vuelo metafórico, un poco a la manera del cine iraní protagonizado por niños. Algo lógico, teniendo en cuenta el deseo de Al-Mansour de llegar a sus coterráneos sin sufrir problemas de censura. Uno de los momentos de mayor potencia simbólica, que puede pasar inadvertido si el espectador está algo desatento, encuentra a la niña protagonista –la Wadjda del título original– encerrada en el baño público de un shopping junto a su madre: todo parece indicar que no existen los probadores femeninos en las tiendas sauditas, por lo que la mujer debe recurrir a ese truco para probarse un nuevo vestido. En un plano que no dura más de un par de segundos, la cámara se detiene sobre un afiche publicitario donde una modelo –sin dudas extranjera– fue fotografiada de cuerpo entero, pero la ley islámica dispuso varios rectángulos negros sobre su cuello, los brazos, las piernas y el ombligo.
En Arabia Saudita, una de las pocas monarquías absolutas que siguen rigiendo en el mundo, el cuerpo de la mujer no es cosa pública. De hecho, parece ser en gran medida propiedad privada. Eso es lo que va aprendiendo la joven Wadjda (interpretada por Waad Mohammed, quien nunca antes había actuado frente a una cámara) en los pasillos y aulas de la escuela. Siendo todavía una niña, no está obligada a portar el chador y mucho menos el nicab, aunque la rectora del establecimiento ya la ha reprendido en varias ocasiones por salir a la calle sin un pañuelo, con la cara totalmente descubierta. No se trata de una obligatoriedad impuesta por la ley, sino de una serie de usos y costumbres de las cuales es casi imposible escapar, transmitida de madres a hijas, de docentes a alumnas. El machismo no es sólo cosa de hombres y la opresión empieza por casa.
No hay ambivalencias en la representación de la madre de Wadjda, atrapada en el tradicional rol de madre y esposa, angustiada por la posibilidad de que su marido despose a otra mujer (la poliginia es admitida en Arabia Saudita, siempre y cuando el hombre demuestre tener los medios económicos para mantener a varias esposas), atenta y preocupada por las pequeñas rebeldías de su hija. Allí es donde hace aparición la mentada bicicleta, objeto de deseo en un mundo donde su uso está vedado a las mujeres por las convenciones sociales. Deseo que, eventualmente, llevará a la niña a anotarse en un concurso de recitación del Corán, casi una paradoja en sus propios términos. En poco tiempo más, Wadjda no podrá jugar ni pasear libremente con su vecino, por lo que las prácticas con una bicicleta prestada se sienten como una carrera contra el tiempo. Sin abandonar nunca el registro realista de casos y cosas, Haifaa Al-Mansour va sin embargo incorporando al relato un componente de fábula. Si ese elemento esperanzado es simplemente expresión de voluntarismo o una señal cinematográfica de que algo –lenta, gradualmente– está cambiando para las mujeres en la sociedad saudí es algo que sólo el tiempo podrá dilucidar.