Paradojas
La bicicleta verde llega a cartelera con cierto ruido debido a las circunstancias en las que se ve envuelta la nula producción cinematográfica de Arabia Saudita y la situación de las mujeres en este país. A veces, esos vientos revueltos de la prensa no le juegan necesariamente una buena pasada a los realizadores porque hacen perder de vista los logros o fallas que pueda tener un film. En este caso, las nobles intenciones éticas (poner en evidencia desde el punto de vista femenino, con una niña de diez años como protagonista, cómo se padecen estrictos códigos religiosos y culturales) obnubilan la mirada crítica y se pierde el foco sobre algunas discusiones formales que nunca vienen mal, al menos, plantearlas.
Se ha destacado como signo positivo la moderación discursiva para eludir la denuncia explícita. Es cierto en parte. Desde el comienzo, el primer plano detalle de las zapatillas de la niña ya marca una diferencia y una transgresión. Ese camino de indicios visuales es opacado prontamente por sentencias proferidas por los personajes: “la voz de la mujer es su desnudez”, “esas canciones traen el mal”, entre otras, que señalan un camino obvio y fácil donde la voluntad por enumerar todo lo que está prohibido recién asoma. Enseguida, el recurso se agota.
En alguna declaración, la directora Haifaa Al Mansour expresó su interés por “mostrar cómo son las cosas allí”, no sólo al público en general sino al de su propio país, “que hasta ahora no tenía imágenes cinematográficas de sí mismo”. Sin duda, el propósito resulta loable, sobre todo si se filma prácticamente desde la clandestinidad. No obstante, cabría preguntarse si esas imágenes se corresponden con dicha intención o estamos ante la paradoja de que lo que vemos son imágenes conocidas ya desde un paradigma rector, industrial y universal. Me inclino por esta segunda opción. La película es correcta y no perturba ninguna mente bienpensante del mundo porque aporta contenido ya sabido. Su valentía ética no logra ser, en todo caso, compensada formalmente ya que nos muestra convenciones por doquier. Estéticamente, no recurre a ningún signo de inestabilidad y se refugia en una paleta de colores bien cuidada y en encuadres elegantes; narrativamente, repite esquemas clásicos. Wajda es una niña cuyo deseo pasa por comprarse una bici en un contexto que condena esa elección y tratará de vencer obstáculos para lograrlo. Su vida no es nada fácil: su padre está a punto de desposar a una nueva mujer y su madre hace lo que puede. En el colegio, las cosas tampoco son fáciles, con una maestra nada permisiva. En ese mundo de restricciones se mueve la pequeña, sin dramatizar y con la firme convicción de acceder a su objeto de deseo: la bicicleta. Como puede apreciarse, el viejo esquema actancial trillado de héroe/objeto/ayudante/oponente. A todos nos gusta que los niños en el cine triunfen, pero hay una gran distancia entre el pequeño Antoine de Los 400 golpes de Truffaut huyendo de la ciudad en ese maravilloso travelling y la pequeña Wajda con su bicicleta en un marco digno de video clip. Mucha agua ha corrido bajo el puente (además del apoyo económico de los alemanes para que el film sea posible).
Ahora bien, que la premisa con que nace este proyecto caiga simpática y genere complacencia crítica a priori, o que la misma situación de clandestinidad en que se filmó no se revele nunca como mecanismo (como sí hace Panahi en Esto no es un film), no significa que no se pueda obtener placer al mirarla, sobre todo si uno se permite rendirse ante la gracia y la potencia cinematográfica de la criatura protagonista.