A La bruja de Hitler, la flamante producción de Virna Molina y Ernesto Ardito, no le interesa definirse. Su fuerza reside en la resistencia a lo digerible, a lo lineal, a lo cómodo. Por lo tanto, aunque su historia esté ambientada en un determinado tiempo y espacio, sus directores, guionistas y montajistas buscan que ese relato sea maleable, la punta de lanza de otros sucesos, episodios y puntos de vista que dialoguen con la actual coyuntura. Nada está dicho en el film: cada secuencia, con esos planos generales y esas figuras tan pequeñas habitándolos, remiten a una apertura, una flexibilidad tanto histórica como formal. Así, La bruja de Hitler se vuelve expansiva e inclasificable, una obra provocadora que fusiona el terror, el drama histórico y el thriller psicológico con perturbadores ribetes oníricos.
La yuxtaposición de imágenes colabora a ese clima inquietante que se genera cuando, en 1961, una familia de prófugos nazis arriba a la Patagonia argentina para refugiarse con individuos con los que conviven perpetuando su propia idea de normalidad, sus conductas revestidas por la perversión. Asimismo, hay cruza del placer con el dolor, dos tópicos que se entrelazan en un largometraje cuyos personajes representan lo más abyecto del nazismo.
La cita de Primo Levi sirve como marco para la narrativa: “Si comprender es imposible, saber es necesario, porque lo que pasó puede volver a suceder, las conciencias pueden volver a ser seducidas y obnubiladas: la nuestra también”, puede leerse en una placa que está profundamente ligada a esa colisión de mundos y sus consecuencias, aportando una mirada universal sobre la (in)tolerancia que, desde su intensa impronta visual, cuestiona e interpela.