Un murmullo lejano. Sobre límites y distancias en La Bruja
Hace aproximadamente un mes se estrenó en Argentina La bruja (The Witch, 2015), primer largometraje del norteamericano Robert Eggers. Es común que cada tres o cuatro semanas se estrene una película de terror a nivel nacional. Muy cada tanto, alguna de esas películas goza de un consenso favorable entre la crítica. El año pasado pasó con Te sigue (It Follows, David Robert Mitchell, 2014), una película interesante que se estrenó en Argentina dieciséis meses después de su premiere en el Festival de Cannes, cuando ya había sido vista vía internet por casi todos los interesados en el género. El cine de terror cosecha 2016 ya había tenido su primer semi-consenso crítico a nivel nacional con Los hijos del diablo (The Hallow, 2015), también un debut, aunque en este caso de un irlandés llamado Corin Hardy.
La sobrevaloración crítica de Los hijos del diablo se debió, creo, a un mecanismo muy frecuente: como la gran mayoría de las películas de terror que se estrenan en los cines locales son fotocopias deslucidas de historias ya conocidas por todos, secuelas intrascendentes o máquinas de sobresalto gratuito (y, a veces, todas esas cosas juntas), apenas aparece una película más o menos atractiva pasa a convertirse en la nueva revelación del género. Los hijos del diablo arrancaba de manera prometedora, pero hacia la mitad se convertía en todo eso a lo que le venía escapando: un caos de bichos digitales y desprolijidad narrativa. Explico esto, en parte, para argumentar mi escepticismo hacia La bruja, la supuesta nueva gran película de terror que pasaba por las salas nacionales.
Lo primero que se puede decir de La bruja es que apunta alto desde su nivel más básico: propone un juego entre drama familiar, terror sobrenatural y temática religiosa que la posiciona en un diálogo directo con El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973). Como mirada general sobre el género, creo que incluso las películas más creativas de los últimos años no logran salirse de las diferentes matrices establecidas por los clásicos de los setentas y ochentas (matrices que probablemente fueran previas, sólo que en esas décadas se reinventaron con particular originalidad): así como La bruja entabla un diálogo con El exorcista, Te sigue lo hace con Noche de brujas (Halloween, John Carpenter, 1978) y Pesadilla en lo profundo de la noche (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984). La cuestión es si logran dialogar con argumentos propios o si son –para repetir una expresión usada más arriba– una mera fotocopia deslucida.
El debut de Eggers tiene la característica de trabajar al horror desde diferentes planos. En resumen: La bruja trata sobre una familia inglesa que, a mediados del siglo XVII y recién llegada a tierras americanas, es expulsada de la comunidad en la que viven. Al poco tiempo de instalarse en una casa precaria al lado del bosque desaparece, en un abrir y cerrar de ojos, el bebé de la familia. Las acusaciones recaen, inmediatamente, sobre la hija mayor, que era quien lo estaba cuidando en el momento de la desaparición. El peso de la religión y la creencia en la brujería tienen un lugar crucial en estas acusaciones: la joven, en plena adolescencia y autodescubrimiento sexual, es señalada como una bruja por su propia madre. La película se debate, de acá en adelante, entre el drama familiar suscitado por estas acusaciones (y otros acontecimientos tan trágicos como la desaparición del bebé) y la búsqueda por parte de otro de los hijos de una supuesta bruja que vive en el bosque. A diferencia de El exorcista, donde el espectador y los protagonistas viven paralelamente la conversión del escepticismo a la creencia religiosa (en el marco de la diégesis del film, de más está decirlo), en La bruja los personajes creen desde el comienzo en la presencia de seres sobrenaturales.
La complejidad de La bruja reside justamente en ese cuerpo heterogéneo, donde el horror es, al mismo tiempo, religioso-social y sobrenatural. La contracara más evidente podría ser La aldea (The Village, M. Night Shyamalan, 2004), en la cual el horror social reemplaza al horror sobrenatural. A su vez, este carácter dual está directamente vinculado con una dualidad estética: por un lado, La bruja funciona en su puesta en escena fría y distante, cuya calma aparente sugiere todo el tiempo el advenimiento del espanto. Esto no quita, sin embargo, que la película resulte, por momentos, demasiado prolija para su propio bien. O para decirlo de otra forma: es una película que apenas comienza establece su zona de confort y apenas sale de allí durante el resto del metraje. Algunos pasajes del film chocan por salirse de la propuesta inicial, pero son pocos. Un ejemplo claro es el plano de la bruja joven atrayendo a su casa al niño que salió a buscarla. No sorprende, sin embargo, que estas pocas derivaciones estéticas sean, también, los momentos más fallidos del film: La bruja funciona cuando se siente cómoda y estable.
Otro aspecto atractivo de la película es que logra crear un universo uniforme apelando a influencias diversas, que trascienden los ámbitos de la ficción y el imaginario de terror. En la escena de la posesión del niño, por ejemplo, es posible rastrear algo del Dreyer de Dies irae (Vredens dag, 1943) – si bien no en forma de homenaje o guiño explícito, sí en cierta austeridad a la hora de poner en escena un estado límite y expresivo (en este aspecto, la distancia con el film de Friedkin es abismal). La austeridad de la puesta en escena funciona doblemente: en parte porque contribuye al impacto de las escenas de mayor potencia emocional (la escena clave de la cabra Black Phillip es un buen ejemplo) y en parte porque es coherente con el dogmatismo religioso en que viven los protagonistas. Funciona como contribución a un clima moral gris y opresivo, pero también como un posicionamiento del punto de vista: el terror se concreta porque nos sentimos parte de ese clima y no por elementos externos o artilugios baratos.
Un último elemento a destacar es que La bruja juega desde el comienzo con la idea del límite: qué mostrar y cómo mostrarlo es una pregunta constante. Desde la primera escena, donde en la iglesia de la comunidad informan a la familia de su expulsión, el foco está puesto en cómo el horror impacta en los rostros y las miradas de los personajes. Si el foco estuviera puesto exclusivamente en cómo los afecta a nivel interno, se convertiría en un film estrictamente psicologista. Si estuviera puesto en aquello que origina el horror, correría el riesgo de caer en la redundancia visual, a costa de dejar de generar auténtico terror para pasar a asustar o desagradar. El film no evita estos dos puntos, sino que busca una suerte de equilibrio. Hacia el final, Eggers opta por mostrar un aquelarre (no es la primera vez que muestra el horror, pero sí la primera vez que lo hace con claridad, con pulcritud). En este momento la película llega a su zona de mayor peligro y, a la vez, alcanza el punto en el cual ya no queda nada más por mostrar: no es casual que sea justo en su momento final cuando abraza de lleno uno de sus límites (con sutileza, pero lo abraza al fin). La película podría continuar: mostrar qué ocurre una vez que la joven conoce a las brujas sería coherente con lo que se viene narrando hasta el momento. Sin embargo, Eggers hace coincidir el límite expositivo del film con su clímax narrativo. Más allá de que agrade o no la decisión de mostrar el aquelarre, este final es una nueva –la última– muestra de coherencia de la película.