Tal vez lo más recomendable sea que el espectador que entre a ver LA BRUJA se saque rápidamente de encima la idea de que va a ver una película de terror. O, al menos, una de terror convencional como muchas de las que se hacen ahora, en las que una serie de impactantes sustos terminan siendo explicados en una complicada y la mayor parte de las veces absurda trama de antiguos conjuros y extravagantes pactos sangrientos. Si bien el universo tiene algunas coincidencias, la idea central de Robert Eggers no se limita a jugar en el terreno de lo conocido en la materia. Prefiere ir a los orígenes, cuando esos mitos fueron creados a partir de miedos religiosos y problemas familiares que no se podían explicar mediante teorías freudianas.
LA BRUJA transcurre en 1630 y narra la historia de una familia inglesa ultrarreligiosa que se ha mudado a New England, en Estados Unidos, pero que ha sido echada del pueblo, curiosamente, por lo extremo de las creencias del padre. Es por eso que el hombre, su mujer y sus cinco hijos deben mudarse a una casa en el campo, en el medio de la nada, en la que deben rebuscarse para sobrevivir donde no parece crecer nada. Y, encima, están frente a un oscuro bosque al que el padre recomienda nunca entrar.
Un día, mientras la hija mayor, Thomasin (la actriz Anya Taylor Joy, nacida en la Argentina), juega con su pequeño hermano recién nacido abriendo y cerrando los ojos (un jueguito que a los bebés hace gracia hace siglos, aparentemente), literalmente la criatura desaparece y nadie sabe qué pasó. A excepción de los espectadores. En un cambio bastante radical al formato típico de estos filmes, Eggers deja aparentemente muy claro que existe, sí, una bruja viviendo en el bosque y que fue ella la que secuestró el bebé y la que está haciendo cosas horribles con la criatura. ¿Pero si fuera más complicado que eso y lo que vemos acaso no sea exactamente así?
LA BRUJA tiene otra particularidad que acaso los subtítulos no logren hacerle justicia: está hablada en un inglés antiguo, arcaico, de esa época, lo que vuelve a todo el asunto aún más extraño. Eggers elige partir de ese momento shockeante para luego crear una tensa secuencia de eventos familiares en los que la culpa (a Thomasin la madre la acusa por la pérdida del niño) y la naciente sexualidad (de ella, hija mayor y adolescente, pero también la de su hermano, Caleb) son elementos clave, lo mismo que los límites de la devoción religiosa a la que el padre los instiga a entregarse para superar la inexplicable pérdida. Y ni hablar de los hermanitos menores, que son igualmente extraños. Y la cabra, la cabra…
El tono de la película es pausado y calmo, más cerca al de películas de terror psicológico europeas o de filmes de género de décadas pasadas (EL EXORCISTA o EL RESPLANDOR, digamos), antes de que el shock permanente, el uso de los efectos especiales y los intentos de resolver todo con moño coparan el género por completo. Uno podría pensarla como un drama histórico con elementos sobrenaturales –en una zona equidistante entre LAS BRUJAS DE SALEM y LA CINTA BLANCA— y así disfrutaría cada minuto de los misteriosos y confusos acontecimientos que tienen lugar, ya que es eso lo que busca Eggers y no tanto el impacto terrorífico constante.
Algunos dirán que la película no asusta, que no genera suficiente miedo o no termina de entenderse bien, pero sería una manera muy simplista de observarla. De hecho, la complejidad de cada uno de los personajes y sus inescrutables motivos (incluyendo a la cabra, claro) hacen que toda la experiencia sea inquietante, de principio a fin, y no simplemente algo que surge a partir de recursos y trucos puestos ahí para generar tensión. Es un terror de adentro hacia afuera, que se transmite de los personajes al espectador.
En su opera prima, Eggers prueba tener bajo control casi todos los resortes del relato. Se puede acusar a la película de ser un tanto solemne y tal vez sea su único (y menor) pecado, pero lo cierto es que logra su cometido: implantar en el espectador una sensación de perturbación que tarda mucho en irse. Con su temática que mezcla lo religioso y lo sexual, lo real y lo fantástico en un todo que los vuelve indistinguibles entre sí, uno imagina que es la clase de película de terror que una directora como Lucrecia Martel podría hacer. Es eso lo que van a encontrar en LA BRUJA: un antiguo cuento folclórico, una fábula con brujas malvadas, niños poseídos, animales embrujados y un bosque, oscuro y enorme, donde los más primitivos temores pueden convertirse en realidad.