La belleza de la oscuridad.
Luego de tantas escupidas retóricas al cine de horror para imberbes, que nos trata de imbéciles y denigra al propio género que utiliza, y que con sus embajadores más palurdos estuvo invadiendo nuestras salas en los últimos tiempos por decisiones tan mercantilistas como antiestéticas (recordemos que se estrenó Exorcismo en el Vaticano pero no The Babadook, por ejemplo), finalmente llega la obra del año que redime a la industria del miedo y la angustia; esa película anual con la que nos calman (como fieras insaciables de buen horror que somos) y nos otorgan esperanzas para el presente y futuro del género oscuro.
En La Bruja hay un realismo forjado por dentro del código narrativo clásico (más allá de que hay un acercamiento estético a directores que podríamos encuadrar en el cine moderno como Bergman o Haneke) pero que rompe con el canon de representación de la mayor parte del demasiado pulcro y brillante horror contemporáneo, también clasicista en su narrativa (aunque plagado de metalenguaje) pero de edición anfetamínica, escenografías de boutique para festejos de Halloween, musicalizaciones obvias y efectismos autónomos y autoconclusivos.
La construcción obsesiva de una realidad ajena, cuidada hasta en los pequeños detalles y en los profundos y justos diálogos basados en textos del siglo XVII, sirve para hacernos volar con las brujas, para adentrarnos en una verdad superada (al menos en su veta esotérica, por desgracia no del todo en el aspecto ideológico) y llevarnos a un viaje angustiante donde los fantasmas de la liberación femenina comenzaban a agitarse y el miedo a la oscuridad era parte del contrato social. La no utilización de maquillaje (o como dijo el propio Eggers, “si usamos algo fue para afear más”) y la utilización de luz natural de días nublados y noches de lunas potentes, son decisiones que le otorgan al digital algo de la verdad perdida con la desaparición del fílmico.
Claro que esas decisiones estéticas están ligadas también a la representación de época y no sólo a un trabajo reivindicativo de la otrora autenticidad del horror, pero la sumatoria de aquellas decisiones nos pone frente a una verdad tan contundente que recuerda a obras maestras del cine en general y del horror satánico en particular, como El Bebé de Rosemary o El Exorcista. La simpleza (aunque no por simple poco potente) de la capa más superficial del relato, abre el juego de las complejidades de la dinámica familiar ante varios hechos desafortunados: el destierro, la pérdida de un hijo y los problemas económicos; la impotencia de un padre que no puede proveer a su familia, y una madre neurótica y desencantada que ve su propia muerte en el despertar sexual de su hija y deposita sus frustraciones en su mayor hijo varón.
La sexualidad del relato está a la vista desde el principio con una tremenda escena donde una bruja frota compulsivamente restos humanos por su cuerpo y por su escoba. La potencia sexual está desde el folklore, desde la creación del cuento de la escoba lubricada que hacía volar a la bruja como metáfora de la satisfacción de sus deseos pecaminosos. Eggers le suma al cuento el descubrimiento consciente del placer sexual de Thomasin y Caleb (hijos mayores de la familia); ella confiesa sus “sucios” pensamientos y él lucha contra el incesto. Allí tenemos otro punto de contacto con la obra maestra de Friedkin y uno de los tantos temas que ofrece La Bruja: el camino de Thomasin para transformarse en un ser pleno, adulto y sexual, que revoluciona su entorno y escapa de la sumisión.
Otra arista muy interesante del film es que se erige como referente del cine ocultista sin vocación parasitaria. El horror satánico vive un revival de exploits de El Exorcista que no se veía desde los años posteriores a su estreno, sin embargo, La Bruja elige un camino particular eludiendo los lugares comunes de sus contemporáneas. Refunda un tópico perdido, no sólo en el cine (salvo algunas pocas excepciones) sino en el arte en general (tal vez donde más lugar se le esté dando a las brujas y al ocultismo sea en algunos subgéneros rockers como el doom, y en algunos subgéneros de la música electrónica minimal como el Horror disco o el Witch house), y reconfigura a través del extremo puritanismo corrompido la idea del mal (re)encarnado en hechiceras, regalándonos un tan hermoso como siniestro aquelarre y ciertos momentos de poesía visual tan oscuros como encantadores.