En muchos sentidos se puede respirar un aire renovador en el género del terror con el estreno de “La bruja”, aun cuando el resultado final en términos del sabor dejado en el paladar no sea redondo.
Estamos el siglo XVII en un Estados Unidos, muy previo a la independencia y los ideales constitucionales, pero con un fuerte arraigo a las creencias religiosas como fuente de alimento para las esperanzas de una sociedad constituida con poco más que la iglesia como referente institucional, y acaso contenedor de los habitantes que ni leyes tienen todavía.
A esa Iglesia le hace frente William (Ralph Ineson), quien es desterrado del poblado por blasfemo y contestatario. Partirá en una carreta con sus pertenencias y su familia: Su esposa Katherine (Kate Dickie), la hija mayor (apenas adolescente) Thomasin (Anya Taylor-Joy), llevando las riendas del comportamiento de sus hermanos Caleb (Harvey Scrimshaw), algo menor que ella, los más chicos Mercy (Ellie Grainger) y Jonas (Lucas Dawson), y finalmente un bebé recién nacido. La familia parte hacia tierras no muy lejanas y decide instalarse en un terreno situado al pie de un frondoso bosque.
En una escena digna de los mejores exponentes del género el bebé desaparece ante la tapada mirada de Thomasin. Esta desaparición a manos de un (¿espectro?, ¿fantasma?, ¿bruja?, ¿demonio?), marca un mojón en el relato. A partir de allí el debutante Robert Eggers, en su doble función de guionista y realizador, propondrá un lento, cruel, despiadado e inexorable descenso al infierno empezando por el bebé. Cuando el espectador vea esa escena entenderá que no habrá ni concesiones, ni licencias, ni miramientos, ni piedad hacia los personajes. Lo mismo le ocurrirá al concepto básico de familia pues, primero, se presenta como el seno fundacional de la mentira y la desconfianza, más luego como botón de muestra de una sociedad autodestructiva.
Si fuese esto, es decir, si realmente se trata de decir que la familia americana está enferma y merece su destrucción o que simplemente “la familia es una mierda”, estaríamos frente a un gran ejemplo de cómo el género del terror bien hecho es un vehículo para mostrarle al mundo sus problemas en un espejo ultra magnificado. También es cierto que lo inherente a la familia está oportunamente decorado por un sinfín de referencias bíblicas, tanto del antiguo testamento como del apocalipsis y otras profecías (el carnero negro, la leche por sangre, la postración ante Dios, etc.). El detalle es que hay un momento en el cual las neuronas hacen sinapsis y surge la reflexión directa: Pensar que si esta familia no se hubiese enfrentado o separado de la iglesia nada de esto sucedería. Ese es precisamente el discurso central del texto cinematográfico. Así de burdo.
Sin embargo no estamos para eso. Los discursos pueden ser geniales o básicos, pero no hacen a la realización de una película, porque en este sentido “La bruja” es un canto a la meticulosidad en todos los aspectos que rodean a una producción. No hay nada librado al azar. La dirección de arte y la escenografía, de Andrea Kristof y Mary Kirkland respectivamente, le dan su importancia a cada objeto en el cuadro. La notable fotografía de Jarin Blaschke le discute plano a plano todo lo que hizo Emanuel Lubetzki en “Revenant: el renacido” por la cual ganó su tercer Oscar consecutivo. Blaschke toma los escenarios naturales y los convierte en dos universos totalmente distintos, apoyándose (para dividirlos) en las numerosas veces en las cuales, visto desde la cabaña, el bosque se presenta como una pared verde oscura que hace las veces de frontera entre lo palpable y lo incierto.
Aquí también juegan un papel importante el sonido. La narración es desde el punto de vista de Thomasin, pero la voz de William abre un tajo en la sonoridad. Es el padre sumido en la duda y su voz cavernosa, gutural, sesga el silencio y lo resignifica. No es casualidad esa cadencia elevada por sobre el resto. La banda de sonido también juega su papel. Casi totalmente constituida por cuerdas punzantes y agudas, interrumpidas por un coro infernal, la partitura de Mark Korven subraya los momentos por los que atraviesa el texto y va in crescendo hacia el final. Se agradece que no se use un sólo violinazo como golpe de efecto, pero cuando estamos cercanos al desenlace el abuso del recurso musical logra desconectar el último acto y se pierde la fuerza dramática que cae en el efecto inverso.
Provoca risa que además está alimentada por lo único que el director no supo manejar en su totalidad: el registro actoral buscado en el clímax. Tanto Harvey Scrimshaw como Anya Taylor-Joy son empujados, en el caso del primero a recitar un párrafo imposible de creer en un personaje que atraviesa esa condición (se agudiza su voz para colmo), y ella tiene un show en el final que desencaja todo lo actuado hasta entonces.
En su conjunto, la propuesta estética remite a una mezcla entre “La leyenda del jinete sin cabeza” (Tim Burton, 1999) y “La aldea” (M. Night Shyamalan, 2004), pero fuera de las referencias, “La bruja” es un producto honesto, que confía y descansa en su propuesta de desterrar las sagas de cámara en mano que tanto arruinaron el género en éste siglo. Probablemente sea el propio autor el que genere mejores deseos de ver su próximo trabajo. Hace rato que no sucede eso.