Ni casa de Dios ni cabaña del Diablo: hotel de brujas
A veces los problemas de una película pueden comenzar desde su mismo título. Tal sería el caso de La cabaña del Diablo, que además puede ser localizada en los buscadores por su nombre estadounidense, The damned, u el otro utilizado en México, Encerrada. Tal indecisión podría ser sólo anecdótica si no se extendiera a otros interrogantes: ¿por qué hablar de una cabaña si el 80% de la acción transcurre en un hotel de elaborada arquitectura en su fachada? ¿Por qué hacer hablar a los personajes la mitad del tiempo en inglés y la otra en español como si estuviesen practicando idiomas? ¿Por qué adelantarle al público que estamos por ver una de terror sobrenatural, cuando hubiese sido más impactante revelar por sorpresa el giro que marca el cambio de género luego de una intro digna de un buen thriller de acción y suspenso?
Azarosas o no, quien tiene las respuestas a esas dudas no existenciales es el director español Víctor García (Hellraiser Revelations, Espejos siniestros 2, El regreso a la casa embrujada) que intenta con esta producción norteamericana concretar su proyecto más personal hasta el momento, rodado en Colombia y con un elenco mixto liderado por Peter Facinelli (La Saga Crepúsculo, la serie Supergirl), una suerte de Tom Cruise económico convocado para jerarquizar el reparto al igual que su compañera Sophia Myles (Inframundo), que también alimenta esa intención al resultar fácilmente confundible con blondas como Julia Stiles (Bourne: El ultimátum) o Yvonne Strahovski (Yo, Frankenstein) siendo caras más reconocidas que la suya al momento (como también sus cachets). Esa elección de casting que incluye a los chicos bilingües que los acompañan es quizás uno de los mayores aciertos, ya que con un guión medianamente efectivo y sin diálogos tan absurdos, logra crear la necesaria empatía en el espectador. Y ese encariñamiento súbito es importante, ya que aunque no lo parezca, para ciertos directores consagrados que prefieren historias que rebasen los ciento ochenta minutos, los ritmos cinematográficos son cada vez más acelerados y en una historia de menos de noventa urge que pasen cosas, que la historia fluya sin demoras y que al mismo tiempo lamentemos lo que sufren nuestros héroes, algo que tampoco se le puede reprochar.
La consigna nos presenta una familia apenas ensamblada a punto de caer en un peligro inminente. Un viudo y su nueva pareja (David y Lauren) son dos norteamericanos paseando en Colombia al tiempo que buscan a la hija de David para llevarla a su boda. Al encontrarla en Bogotá junto a su tía y a su novio, reclutan a todos y abordan a su camioneta para ir a buscar los pasaportes a Medellín. ¿Los riesgos? Una tormenta en ciernes, un camino resbaladizo y el acecho de las FARC (estamos en Colombia, no en La Matanza, chicos). Luego de un accidente por demás de evitable y aún advertidos por un policía local, el grupo debe refugiarse en un viejo hotel abandonado (la “cabaña” del título) en el que un anciano poco hospitalario los alberga de mala gana pero guardándose para sí un secreto que desatará el caos tan anunciado ante la curiosidad de los huéspedes.
A partir de allí todo puede ser motivo de análisis pero no existe realmente un motivo para que la película no funcione. La ambientación, el arte y la fotografía tienen ese aire independiente y de locaciones que más que pensadas se intuyen aprovechadas por una cuestión de conveniencia y aportan ese realismo tan necesario que a menudo las producciones mainstream pierden cuando se atiende hasta el más mínimo detalle (como esa mugre o viscosidad digital tan prolija que solemos ver fruto de una paleta virtual, por dar un ejemplo). Y hasta resulta probable que se haya disimulado de manera improvisada un pequeño accidente de rodaje que provocará una costilla rota en la pobre Myles por torpeza de Facinelli, ya que su personaje aparece la mayor parte del tiempo dolorido por una herida en el tórax prevista (¿originalmente?) en el argumento. Casi como si se tratara del uso del recurso actoral de la memoria emotiva llevado al extremo.
No obstante el maquillaje y los efectos especiales resultan efectivos, hay gore pero no al nivel que tendría una Green Inferno (Eli Roth, 2015) o una Posesión infernal (Fede Alvarez, 2013), lo cual también la inscribe para un abanico de público con poca tolerancia a la abundancia de tripas.
La historia, escrita por Richard D’Ovidio (911 llamada mortal, 13 fantasmas), es lo suficientemente consistente y poco pretenciosa como para crear una mitología medida y necesaria sobre hechicería, y manejar y contener esa presencia maligna cuyo punto más fuerte y que le da la excusa al relato, es la capacidad de perpetuarse de la entidad con nefastas consecuencias para el mortal que lo descubra. Existe, sí, el recurso trillado de la revelación histórica justificadora del origen de ese demonio y su vínculo ancestral con algunos moradores del lugar, pero como todo en el film pasa y se digiere rápido. Merece un tirón de orejas el responsable de un par de errores de continuidad aunque siga siendo mínimo su impacto en el conjunto.
Más allá de esos pequeños pecados, La cabaña del Diablo es, en ese gran océano de películas del género que intentan parecer caseras o bizarras sin lograrlo, auténtica y divertida, y no deja de ser una buena elección antes de ver cualquier otra secuela o refrito de historias ya contadas, al estilo de las que dirigiera anteriormente el mismo realizador.