A lo mejor es uno el que se vuelve algo más quisquilloso con el tiempo y en realidad ya no ve con los ojos de quien se deja llevar por la historia per sé.
No. No es eso.
Lo que pasa es que uno puede haber visto el cuento muchas veces, y disfrutarlo igual hasta volverse experto, es decir que llega un momento, por simple cuestión de crecimiento intelectual, en el cual está bueno hacerse preguntas básicas para que el autor del cuento pueda responderlas con la acción del texto que justifica tales respuestas.
Ya se escribió “Caperucita Roja”. Es inútil tratar de interpelar al autor de la leyenda. Si uno tiene 6 años, se va a creer todo de principio a fin, y chau. Si uno tiene, no sé… 30 años, podrá volverse más escéptico. ¿Cómo una madre va a largar a la nena en medio del bosque? ¿Qué distancia recorre en el cuento? ¿Por qué habla un lobo? ¿Nunca vio en su vida a la abuelita, como para preguntarle que dientes grandes tiene? ¿No se da cuenta que son colmillos?
Antes no importaba. Cuando uno crece sí.
¿Por qué se llama “La cabaña del diablo”? No hay cabaña acá. Listo. Me voy. ¿A qué me quedo? ¿El título en inglés? “Gallows hill”, algo así como: La colina del patíbulo. ¿Es el nombre de un hotel abandonado en medio de la selva colombiana? El que puso el antiguo hotel ahí ¿compró un fondo de comercio barato? ¿De verdad algún turista que no sea oriundo de Transilvania iría a pasar una noche ahí con ese nombre, aún en tiempos de esplendor?
Un hombre que está a punto de casarse otra vez, va a buscar a su hija a Medellín para que asista a la ceremonia (ok, ponéle). Ella no está muy convencida. En realidad no tiene ni un poquito de ganas. Además, está laburando de lo que le gusta: Periodismo (ponéle). Y el novio es camarógrafo. Parece haber una barrera idiomática entre el inglés horrible que habla el padre y un país de habla hispana, pero no importa porque el director Víctor García decide que a veces se entienden entre ellos, y a veces no. Por ejemplo cuando un viejo que vive en el lugar en cuestión (al cual acceden luego de un accidente mal contado desde el verosímil) es atado e interrogado. Pese a que todos en las butacas escuchamos que este señor está intentando advertir que si abren la puerta del sótano se viene la hecatombe, el responsable de “La cabaña del diablo” decide que ahí no lo entiende nadie. Es más, lo amordazan. No vaya a ser que comprendan que hay una bruja poseída, de esas que hablan como si se hubiesen tragado a Julio Sosay a María Marta Serra Lima juntos, y salgan todos corriendo a la media hora de proyección.
No cabe aclarar más. Eso sí. Técnicamente es un prodigio de efectos sonoros y fotografía. Ellos sí entendieron lo que el género pide y logran hacer del hotel y sus alrededores un verdadero clima opresivo y difícil, en desmedro de algunos diálogos que remiten a la referencia literaria anterior. De naif al ridículo hay una pequeña diferencia, pero “La cabaña del diablo” no se molesta en diferenciarla.
No se preocupe, si no lo echaron de la sala al reírse a carcajadas con situaciones que deberían provocar el efecto contrario, todavía podrá usted presenciar el momento exacto en el cual los personajes entienden el modus operandi de éste diablo. Ahí sí, prepárese para un plato tan fuerte que rompe cualquier atisbo de sentido común.
El género del terror ha sido y es un gran prodigio del uso metafórico para hablar de temas más profundos (George Romero o John Carpenter lo saben bien), pero el único diálogo interesante sobre las FARC en el cual podría haber nacido la gran oportunidad de esta película es tapado por una corrección política que asusta para una idea nacida en Latinoamérica. No hay cabaña, no hay diablo… no hay casi nada.