Una película de terror descafeinado, tan insulsa como las invocaciones al demonio de un pastor sin estudios de teología
No solamente es estéril a la hora de asustar, ni siquiera por su ineficacia flagrante despierta una carcajada. El destartalado relato de La cabaña del Diablo, que transcurre en nuestro tiempo y se sitúa principalmente en alguna zona montañosa de Colombia, llega incluso a convocar a los fantasmas de la inquisición española en el continente americano, suma una cita al paso de las fuerzas paramilitares del momento e insinúa un comentario sociológico acerca de la pobreza de los niños del país de Andrés Caicedo y Fernando Vallejo. Frente a una retahíla de emisarios y tópicos de la oscuridad, el despropósito se impone. Debe haber sido Lucifer el que selló este bodrio con un guión endiablado.
Una pareja viaja por el mundo previo a comprometerse. David y Lauren ahora están en Colombia. Jill, hija de un viejo matrimonio de David, también está en ese país. La hermosa joven está participando en una noble causa vinculada al desarrollo infantil en la región mientras colabora además en el informe de una periodista local sobre la infancia. El cámara de la periodista quizás sale con la chica.
En cierto momento, debido al olvido del pasaporte de Jill en Medellín, los cinco personajes viajarán por una ruta poco aconsejable para buscar el documento. Se supone que tienen que tomar un avión. Habrá un aviso, luego un accidente y así llegarán a la cabaña embrujada aludida en el título, en donde vive un viejo misterioso. No está solo. Los visitantes descubrirán pronto que una niña está encerrada en el sótano. Lógicamente, o mejor dicho sin ningún esfuerzo lógico, la niña no es lo que parece, ni tampoco el viejo, que poco tiene que ver con un pedófilo.
Una de las formas más elementales del terror consiste en acudir a su enunciación vertical demoníaca y hallar una forma impensable en su representación. El diablo es un personaje recurrente en el género, como también las brujas y los zombis. El ingenio de un cineasta consiste en cómo añadir una descripción y aparición poco frecuentes del mal sobrenatural, como a su vez saber dosificar la visibilidad de ese mal. Mostrar poco y sugerir son premisas ineludibles. Al director Víctor García todo esto le importa poco. La pereza de la puesta en escena es manifiesta. Tan solo observar las decisiones formales para filmar una tormenta, la crecida de un río y el accidente mencionado alcanza para corroborar la prescindencia de cualquier sutileza. La cabaña del Diablo debe contar con la lluvia de peor calidad jamás filmada. Lo mismo podría decirse de las posesiones demoníacas.
Todos tenemos un secreto, dice el protagonista en un inicio. La mayoría, según el narrador, no son importantes. La confesión del protagonista, más que hablar sobre el relato, resulta la afirmación indirecta de lo que sucederá en los próximos 87 minutos.