El amor y el espanto
No es normal que una película sea capaz de resolver tantos problemas y con tanta inteligencia como La cabaña del terror. Lo de Josh Wheddon y Drew Goddard es bastante más que la puesta en marcha de una idea novedosa o un artefacto ingenioso; en medio de los signos de agotamiento que traslucen casi todos los géneros y que lleva a que muchas películas opten por la exhibición fanática de sus propios mecanismos, es decir, por el gesto autoconsciente tan de moda desde hace tiempo, La cabaña… viene a contar en serio, tensando impecablemente los hilos del terror y poniendo a prueba el aparato genérico sin caer en los guiños fáciles ni el cancherismo del conocedor. Por eso es que se equivocan los críticos norteamericanos cuando le dan tanta importancia a la trama y sus capas sucesivas (y se cuidan como locos de no revelarla), porque la película es mucho más que las sorpresas que provee la historia; es, antes que nada, el aprovechamiento narrativo de una buena cantidad de las opciones que brinda el arsenal del terror. La operación, entonces, no es tanto un develamiento progresivo de superficies como un exprimir con fuerza el género hasta sacarle la última gota de jugo. La cabaña… no está enamorada de su propia arquitectura narrativa como El origen, ni tampoco la erige solo para mostrar cómo se la derriba después como El artista; Wheddon y Goddard levantan un edificio que es recorrido cuidadosamente, con la atención colocada en cada detalle pero sin olvidar la armonía del conjunto.
En otras manos, la misma idea habría terminado seguramente en un aburrido ejercicio de autoconciencia cinematográfica, pero los responsables de La cabaña logran algo muy distinto. Lo suyo no es la pose sobradora ni el cinismo del que no cree en su relato, sino la confianza en que el cine puede ser noble con los materiales menos pensados, incluso con los estereotipos del cine de terror más formateado (la rubia tarada, el atleta medio bestia, el nerd, etc). La maravilla, claro, es que el director se muestra respetuoso con los dos mundos que componen la película; es capaz de construir comedia y horror con los personajes de ambos, sin usar uno para explicar el otro (como hacía, por ejemplo, una mala película como La reunión del diablo). Ese respeto se cifra en las situaciones en que la película los coloca, dejándoles momentos de lucimiento personal y hasta oportunidades para mostrarse grandes; romper, aunque sea fugazmente, el molde rígido del estereotipo; bastante más de lo que cualquier película de terror le permite a sus criaturas, sobre todo aquellas que gustan de castigar a sus personajes. Solo así La cabaña… consigue hacer humor sin reírse directamente de sus protagonistas como lo harían otra película cínica; ver el tratamiento dispensado a Sitterson, interpretado por el cada vez más enorme Richard Jenkins: el espacio que generosamente se le brinda, las pinceladas humanas con que aparece delineado, la nobleza que el personaje es capaz de esconder detrás de una máscara hecha de rutina y pequeñas miserias laborales.
Ese respeto es fundamental y explica el éxito del funcionamiento de La cabaña..: no alcanza con tener solo un artilugio narrativo más o menos aceitado, para que eso funcione, para que no sea mero alarde formal, es necesario construir sobre el terreno firme de los caracteres, incluso si se está dentro de un slasher film. Wheddon y Goddard lo saben y por eso cuidan a sus personajes, se ponen a la par suyo pero, muy importante, tampoco les piden más delo que deberían; después de todo, no debe olvidarse que se trata de víctimas potenciales y estereotipadas de terror (así como el último James Bond es un agente secreto impermeable a las explicaciones psicologistas, aunque el director Sam Mendes no lo comprenda y trate de hacer de su protagonista “algo más”, otra cosa). Las estaciones del horror que componen ese viaje hacia el centro del miedo que es La cabaña…importan justamente por la calidad de los desdichados que las atraviesan, en eso radica la diferencia sustancial con otros experimentos con el género.
Es muy difícil que una película que intenta comprender a sus personajes se comporte de manera desleal con su público. El respecto ya mencionado también surge en la relación que La cabaña… entabla con su espectador. Una película de terror que exhibe sus resortes internos no significa una película trunca, torpe, ridícula; entonces, Wheddon y Goddard cumplen con el horizonte de expectativas del género porque el miedo está y se siente, aunque por lo visto a algunos críticos les cueste reconocerlo (es que falta esa aplanadora de sensibilidades que es el golpe de efecto, el susto fácil, el sonido ensordecedor que irrumpe; más de uno parece pensar que el miedo se reduce a ese solo recurso). Por otra parte, el trabajo con los clichés del género y el juego con sus convenciones nunca obstruye el horror sino que lo reconfigura, lo inviste con nuevas potencias para el espanto (el depósito de “pesadillas” –una perla para la historia del cine con mayúsculas– resulta espeluznante). La cabaña… viene a taparle la boca a todas esas películas que creen que la consciencia de los propios materiales implica vivisección y frialdad cerebral; acá se trata de poner patas para arriba el género pero al mismo tiempo de amplificarlo, de hacerlo actuar en un escenario distinto y mantener intacta su fortaleza, sin importar cuántos diálogos “meta” hayan sido dichos.
Todo esto es fácil de notar a medida que la película ahonda en su propia trama; lejos de perder vitalidad y de ser ganada por la exhibición de la maquinaria, La cabaña… se muestra cada vez más visceral, más terrible, más sangrienta, más monstruosa. Llegar al centro del aparato narrativo no implica (como podría hacerlo en otros casos como Matrix) estatismo ni reflexión distanciada sino una experiencia cada vez más palpable del miedo. Entonces, volviendo al principio de esta crítica, por resolver problemas hay que entender esa rara habilidad para echar a andar una trama compleja y plagada de vueltas de tuercas sin que la historia y sus personajes pierdan espesor. La cabaña… demuestra una inteligencia infrecuente en el sentido de que consigue un balance inédito entre deconstrucción y amor por lo que se cuenta, puede hilvanar lo uno y lo otro sin perjuicio de ninguna de las partes. Lograr esto, en un paisaje cinematográfico cada vez más dominado por la parodia y la autoconsciencia automáticas, es ir en contra la corriente y, quizás, en contra toda una época.