Los mismos clichés de siempre
Casi un año después de su lanzamiento en EE. UU. y Europa, se estrena aquí esta película de metaterror, algo así como “la Scream 2.0”, en tanto convierte el género (su producción, demanda y consumo, más precisamente) en tema y objeto de estudio. La produjo y coescribió el cada vez más encumbrado Joss Whedon (productor y realizador de las series Buffy, la cazavampiros y Angel, realizador de Los vengadores), junto a su hombre de confianza, Drew Goddard, que cuenta con sus propios avales. Vinculado tanto con Whedon como con J. J. Abrams –el otro gran motor del cine y la TV fantásticos actuales–, Goddard fue coguionista de Buffy y Angel, coproductor y coguionista de Alias y Lost y guionista de Cloverfield.
Desde temprano queda claro que hay un doble relato. Por un lado, el que corresponde a la película de terror más cliché del mundo, con un grupo mixto de universitarios organizando un fin de semana largo en una cabaña junto a un lago, con la ecuación sexo, porro y rock and roll en mente. Los protagonistas son los habituales: el superatleta (Chris Hemsworth, Thor en persona), la promiscua, la tímida heroína, el candidato de ésta y el que viene envuelto en una nube de faso (Fran Kranz, único personaje divertido o, quizás, único personaje liso y llano del quinteto). Ya se sabe que va a aparecer algún redneck poco amigable (el dueño de una estación de servicio, que le dice “puta” a una de las chicas y se la pasa escupiendo tabaco) y que una vez instalados en la cabaña, van a empezar a brotar entidades algo más sobrenaturales y peligrosas. Hasta acá, rutina pura. Rutina que la segunda lectura convertirá en versión snuff de Gran Hermano.
Lo que podría llamarse “relato 2” se desarrolla en un centro de monitoreo, donde un par de empleados de camisa y corbata oscilan entre el hastío y el humor de oficina. Por sola presencia, los cincuentones Sitterson (Richard Jenkins, ganador del Oscar al Mejor Secundario por El visitante) y Hadley (Bradley Whitford, conocido sobre todo por la serie The West Wing) tienen la calidad de personajes que a los muchachos de la cabaña les falta. Cuando éstos –que a esa altura están siendo exterminados de a uno, como corresponde– aparezcan en los monitores del centro de control, terminará de quedar claro que un relato contiene o produce al otro. Esa es la primera vuelta de campana de La cabaña del terror. La segunda remite a la literatura de Lovecraft, con monstruos ancestrales que gobiernan el mundo como dioses terribles.
Hay subtextos potencialmente inquietantes en La cabaña del terror: el de una sociedad cuyos dioses exigen el sacrificio de los jóvenes, el de la naturalización de la muerte como parte del entretenimiento, el de la coexistencia entre la más crasa banalidad cotidiana y el mal latente. Otros darían para desarrollos teóricos, con las criaturas ancestrales funcionando como manifestación de lo inconsciente reprimido en el relato. En lugar de comprometerse con el desarrollo de esos temas, el tándem Goddard-Whedon parece contentarse con un catálogo de memorabilia para fans: los zombies como repetidos monstruos de la época, el terror japonés con sus chicas en minifalda, las películas “de cuchilleros” de los ’80, La noche de los muertos vivos y Diabólico como films liminares.
La otra debilidad importante es que mientras Scream aguzaba la crítica al género por vía de la parodia, La cabaña del terror se limita a reproducir los clichés de género, quedando el “relato 1” atrapado en ellos. Al final, Goddard-Whedon patean el tablero con un “dale que va” de monstruos de todas clases, tamaños y pelajes –pero sobre todo anfibios o acuáticos–, que caen pesadamente desde los bordes del encuadre. Dinámica muy semejante a la de Los vengadores, que durante dos horas parecía una interminable discusión de consorcio de superhéroes, para derivar, en la última media, en el “Rompan todo” que divierte tanto como un especial de 100% lucha, con todo el elenco en el ring.